lunes, 17 de octubre de 2011

La maldad femenina



*Imagen proveniente de este sitio

El “Monstruo de Iztapalapa” y su mujer

*Texto originalmente publicado en Replicante

Por Lydiette Carrión

Dicen que la violencia activa es masculina. Las estadísticas parecen confirmarlo. Pero ello no quiere decir que la maldad femenina no exista.

Una de las historias más leídas en los portales de noticias mexicanos al inicio de septiembre fue la del “Monstruo de Iztapalapa”. “En 2004 empezó la pesadilla de Clara”, decía un diario de circulación nacional.

Clara se enamoró de Jorge Iniestra Salas, doce años menor que ella. Le entregó sus ahorros, su sueldo íntegro como intendente de una escuela primaria y le entregó a sus hijas Gabriela y Rebeca, que entonces tenían catorce y doce años. También le dio la posibilidad de hacer lo que quisiera con su hijo Ricardo, de entonces diez años de edad.

Jorge sacó a las adolescentes de la escuela en 2006 y las mantuvo cautivas en la conserjería de la primaria en la trabajaba que su mamá. Al hijo de Clara, Ricardo, lo obligaba a trabajar como pepenador, y si no cumplía con una cuota determinada de dinero era obligado a dormir desnudo, con la cabeza en un charco de agua.

Clara accedió a dormir en un salón de la escuela, con su hijo, para que el marido estuviera solo con sus hijas. Pero no fue suficiente. Jorge Iniestra se llevó a las niñas a vivir a casa de su madre en junio de 2009.

El procurador de la Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, relató que al pequeño Ricardo, aunque no vivía ahí, era obligado a limpiar los desechos de sus hermanas. Clara dijo que no volvió a saber nada de ellas, hasta julio de 2011, cuando interpuso una denuncia por violencia familiar. Para entonces una de sus hijas, Gabriela, ya había sido asesinada.

En noviembre de 2009 Iniestra mató a golpes a Rebeca, que ya contaba 19 años. Para intentar revivirla, relató el “monstruo de Iztapalapa”, le colocó en el pecho a Ashley, hija de Gabriela, quien tenía tres meses de edad, con tanta fuerza que también la sofocó.

“El monstruo” y ¿la víctima?


Clara Tapia relata su versión de la historia, en una irregular rueda de prensa, en la que los detenidos contestan sin límite de tiempo a las preguntas atrabancadas de los reporteros: “Conocí a ese tipo que al principio se portó muy amable y decía que amaba a mis hijos y que a mí me quería. Al poco tiempo en verdad sacó lo que es: un maldito”.

En el circo de la prensa y la televisión Claudia lloró solamente en una ocasión: “Mi hijo Ricardo y yo comíamos de la maldita basura. Y él se la pasaba encerrado en el cuarto con mis hijas. Y nosotros le tocábamos: ‘Jorge, es que tenemos hambre’, y él nunca salía”.

En su relato parece asomarse la emoción de los celos. Clara añade: “Ese tipo nos hizo creer que todo era normal. Que él era de clase media, y que en la clase media ven la vida de otra forma. Que un hombre puede tener las mujeres que quiera”.

El procurador Mancera declaró a la prensa que el comportamiento de Clara se debe probablemente al llamado síndrome de Estocolmo. Al inicio de sus primeras declaraciones, dijo, lo poco que alcanzaba a articular es que al principio estaba muy enamorada de él.

“Yo tenía que hacer lo que él decía… porque decía que al que le hiciera algo a él o a su familia, él era capaz de matar. Y eso nos lo decía, dos o tres veces por semana”.

La omisión criminal, ¿por amor?
Existen pocos documentos sobre la complicidad de las madres en el abuso sexual contra sus propios hijos. Sorprendentemente, pocos artículos o estudios, si se tiene en cuenta la relativa frecuencia con la que pasa este fenómeno. Uno de los pocos textos hallados es el de un reportaje español que trata de explicarse un caso que conmocionó a España en 2008: una mujer arrojó ácido a su hija porque ésta llevó a los tribunales a su padre, quien abusaba de ella desde que tenía tres años.

La abogada de la joven víctima, se cuenta en el reportaje, advierte: “Las madres cómplices son excepciones. Pero eso no te deja tranquila, porque es una excepción mientras no te toca y son excepciones que existen”.

En muchas ocasiones, continúa el texto, la madre calla o solapa a un violador por razones económicas, sociales. El hombre es el único sustento de la familia. En otras ocasiones puede más la vergüenza… y, sin embargo, no es posible dejar de pensar que existe por lo menos un poco de lo que en Occidente se conoce como maldad cuando una madre decide entregar a sus hijos.

Maldad femenina
De acuerdo con los estudios sobre asesinos seriales, la gran mayoría de estas bestias míticas de nueva generación son hombres. Un porcentaje mínimo se compone mujeres, y de éste, una parte considerable se trata de mujeres que actúan en mancuerna con sus parejas.

Cuando se revelan casos de mujeres asesinas, si bien en general causan un escándalo inicial, pronto son olvidados por la prensa. El mundo del entretenimiento tampoco parece estar interesado en ellas. No hay asesinas trascendentes en el cine, como Hannibal Lecter. Los pocos asomos son versiones grotescas y caricaturizadas de la historia de la prostituta criminal, como el caso de la estadunidense Aileen Wuornos, llevado al cine. Parece que para ser una mala mujer hay que ser prostituta. Las madres, aunque sean asesinas, no lo son.

En su texto Aproximación al perfil de la mujer asesina en serie, las psicólogas Sandra Milena Arango Agualimpia, de la Universidad Católica de Colombia, y Andrea Guerrero Zapata, de la Universidad de Los Andes, advierten que “las mujeres cometen sólo 15 por ciento de todos los crímenes violentos y 28 por ciento de todos los crímenes. Pero las mujeres tienden a abusar de aquellos que dependen de ellas: las mujeres son las responsables de la mayoría de los homicidios de lactantes y niños, de la mayor parte de los malos tratos físicos a niños y de la cuarta parte de los abusos infantiles, según el estudio citado.

Incluso cuando se destapan hechos de esta naturaleza, el público parece poner más atención a su pasado como víctima que como agente activa del mal. Y es que la mujer, cuando delinque, suele considerarse víctima a sí misma y usa esto en su defensa: “Se sienten autorizadas a utilizar la violencia ya que les han inculcado profundamente la idea de su propia victimización. En cuanto al síndrome de la mujer maltratada, que supuestamente actúa para evitar agresiones previsibles, en realidad, todas las personas que comenten un crimen violento suelen considerarse a sí mismas amenazadas, incluso los asesinos en serie” [en el estudio citado].

Esta tendencia social a cerrar los ojos ante lo que se puede llamar maldad femenina es ilustrada en la última gran historia de horror del Distrito Federal, la referida del “monstruo de Iztapalapa”.

Medios y autoridades se ocuparon en detallar la maldad homicida de Jorge Antonio Iniestra Salas, de 32 años, acusado de los delitos de secuestro, homicidio calificado, homicidio en razón de parentesco, lesiones calificadas en razón de parentesco, corrupción de menores, trata en su modalidad de explotación laboral de menores y violencia familiar.

Los medios olvidan que el “monstruo” no actuó a escondidas. Su madre, Soledad Salas Torres, de 55 años, y sus hermanas Claudia, de 29 años, y Ana Laura Iniestra, de 28, vivían en el hogar en el que murieron Rebeca y la lactante (así como su hermano Juan Carlos, de 31 años, y otro pariente: un menor de edad de catorce años). La madre del monstruo declaró que no se metían en la vida de Jorge porque lo quieren mucho. Clara permitió que violaran a sus hijas en su hogar y que sufrieran todo tipo de vejaciones durante por lo menos cinco años. Lo permitió, dice, por amor.

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