viernes, 5 de diciembre de 2014

Ayotzinapa: estudiantes del campo y la ciudad

El país está en llamas. La emergencia ha obligado a que dos colosos se encuentren: el movimiento estudiantil universitario citadino y los normalistas rurales.

Un estudiante de física solía decir que, bajo la perspectiva de la cuarta dimensión, los seres vivos somos más como un gusano que se extiende y desarrolla desde el nacimiento hasta la muerte en el tiempo-espacio que recorre. No somos un cuerpo con piernas, cabeza y brazos, sino el continuum de nuestro cuerpo físico, trasladándose desde el lugar donde nacimos,  la casa, la escuela, los viajes, mientras crecemos, envejecemos, morimos. Somos  el bebé que llora en su cuna y el anciano que muere en su lecho; todos a un mismo tiempo y abarcando diversos espacios.

No sé hasta qué punto sea cierto lo que el estudiante decía. Pero la imagen puede ser útil para describir lo que llamamos el “movimiento estudiantil”. Al igual que con este hombre-gusano, el movimiento estudiantil -y hablo en particular del emanado de la Universidad Nacional Autónoma de México- está formado de un continuum de momentos, algunos esplendorosos y heroicos; otros más bien oscuros, envejecidos y retrógradas. El 68, el 86, el 99, el 2012 no son hechos aislados, por el contrario, son estampas,  fracciones de ese gusano, que no podemos ver con nuestros sentidos enfrascados tres dimensiones. Solo vemos instantáneas de un ser itinerante en el tiempo-espacio. El movimiento estudiantil es uno solo: Es, al mismo tiempo,  la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 68. Es el estudiante que cierra por nueve meses la universidad. El que se asume como 132 y convoca a arder juntos, para iluminar la oscuridad.

El movimiento estudiantil citadino es emanado del 68. Por supuesto está basado en ideas que llamaremos  “revolucionarias”, impregnadas de cierto vanguardismo. Los activistas viven en la ciudad, la mayoría tienen resueltas la mayoría de las necesidades básicas. Su ideología es variopinta, y va desde  las socialdemocracia a la radicalidad. La mayoría ama al Ché Guevara, ama la revolución pero escucha música rock; respalda la democracia, y añora un posgrado en el extranjero. Percibe lejanas a su realidad las causas con las que simpatiza.

Pero hay otros movimientos estudiantiles; otros organismos–gusanos. Por ejemplo, está la Federación de Estudiantes Campesinos de México, la FECSM, compuesta por los normalistas rurales. Este gusano es ancestral, mucho más antiguo que el anterior. Las normales  rurales tienen una historia más vieja, más profunda, y más dolida. Se manifiesta en las consignas que lanzan sus estudiantes cuando marchan, en un tono gutural y ancestral. En esa forma ordenada y cetrina de marchar.

Las normales rurales son herencia de la Revolución Mexicana. A principios de los años veinte se les impulsó con el fin de formar maestros provenientes de los mismos campesinos. La normal rural Raúl Isidro Burgos comparte ese origen, y se fundó sobre las antiguas tierras de la hacienda de  Ayotzinapa (río de tortugas en nahua),  en la población de Tixtla, a 20 minutos de la capital del estado de Guerrero. Muy cerca de los poderes estatales, conserva todavía ese aire a campo.

Para 1935, con todo el empuje de las ideas socialistas del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, estudiantes normalistas, maestros y directores de todo el país crearon la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, FECSM, que todos pronunciamos “Fecsum”.

Contrario al grueso del estudiante citadino, el normalista rural ha nacido en una comunidad marginada. Sus padres son campesinos. Los amigos con los que ha crecido en su mayoría ya no estudian. Ha experimentado de primera mano no poder satisfacer necesidades básicas. No tiene muchas elecciones: su familia no tiene dinero para enviarlo a estudiar al DF o a Guadalajara, mucho menos Monterrey. Es la normal o incorporarse al trabajo. Cuando ingresa a ésta, está obligado a afiliarse a la FECSM. La ideología entre los miembros no es diversa, por el contrario se busca unificar, formar. Pero el  normalista ama su escuela de forma brutal. Muchos repiten, convencidos: “Daría mi vida por ella”. La normal–madre. Gracias a ella viaja y conoce a normalistas de todos los rincones del país; y, más aún, le ha dado a la propia vida un sentido y valor del que carecía antes. El joven tiene ahora un propósito: la transformación de la sociedad.

En las normales rurales, por supuesto, aman al Ché Guevara. Pero tienen a sus propios héroes guerrilleros, antiguos normalistas como ellos. De Ayotzinapa egresó  Lucio Cabañas, quien murió perseguido por el Ejército en 1973, y también Genaro Vázquez.  Y es que la guerrilla vino de la mano con las normales rurales. Arturo Gámiz, ideólogo de la primera batalla guerrillera insurreccional  en México, el histórico y fallido asalto al Cuartel Madera, en 1965, también había estudiado en otra normal rural, la de Saucillo, Chihuahua.

Entre el movimiento estudiantil citadino y el rural siempre ha habido simpatía, pero el vínculo es endeble, coyuntural. Hay por supuesto solidaridad en momentos clave: en la huelga de la UNAM del 99; y pocos años después, cuando las autoridades del estado de  Hidalgo (entonces encabezadas por el actual secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong) cerraron la Normal de El Mexe.

Así, la efervescencia citadina, heroica, pero más cercana a los movimientos progresistas del llamado primer mundo es un movimiento estudiantil diferente del que se gesta en la conciencia de clase cultivada en las aulas rurales. Son dos gusanos que histórica convergen ahora. ¿Serán dos cauces que se vuelven uno?

Ahora está Ayotzinapa. Seis personas asesinadas por policías municipales. 43 normalistas víctimas de desaparición forzada. Dos meses de crisis nacional. Los ojos del mundo puestos en México. “Todos somos Ayotzinapa”, se lee en cada pared de cada escuela, en la calle, en las redes sociales, en otros puntos del mundo.




Los de Ayotzinapa  convocaron. El domingo 30 de noviembre, ahí en una cancha de la normal, bajo la sombra de enormes árboles, se realizó el primer Congreso Nacional de Estudiantes, para conformar la “Coordinadora Nacional de Estudiantes”. El objetivo es coordinar las movilizaciones de la mayor cantidad posible de escuelas de educación superior y media superior del país. No sólo respecto al caso de Ayotzinapa, sino debido a que en los últimos años, la violencia y la represión contra estudiantes ha estado al tiro.

Muchos estudiantes llegaron desde el día anterior. Dormitorios y salones recibieron a jóvenes provenientes de lugares remotos y disímbolos. Del orgulloso norte: Baja California, Ciudad Juárez, e incluso Durango. Los numerosos estudiantes del área metropolitana de la capital: El Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma Metropolitana, las prepas públicas de la capital,  la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. El sureste del país, Universidad Veracruzana, estudiantes chiapanecos; y por supuesto, universitarios de Guerrero. El Congreso contó con asistencia de 399 personas, representando a 62 escuelas a nivel nacional.

El Congreso en la cancha de basquet fue  el encontronazo visual del universitario del campo y el de la ciudad. Junto al cabello corto y semblante espartano de los normalistas, se paseaban las rastas, las expansiones en las orejas, los tatuajes, los cortes de cabello asimétricos de los jóvenes de ciudad. Los huaraches de trabajo junto a los tenis de marca. Los rostros redondos y chapeados por el sol, junto a la multivaria mezcla de colores y rasgos del mestizo citadino. Pero a todos los hermana ese airecillo primaveral que conservan los veinteañeros, el ceño que no ha conocido demasiado sufrimiento, la mirada brillante.


El campo llevó la batuta frente a la ciudad. Por lo general, los estudiantes de la UNAM acaparan los reflectores. Pero en este caso, la mesa del congreso estuvo compuesta por dos normalistas rurales, una estudiante de la Universidad Autónoma del Estado de México (hecho inédito, ya que ésta no había tenido movilizaciones estudiantiles desde hacía unos 20 años) y una estudiante de la universidad Autónoma de Chapingo, escuela centenaria, también ligada a la tierra.

El Congreso aprobó un eje de trabajo muy similar al del movimiento estudiantil: educación pública, gratuita, científica y  “al servicio del pueblo”; el aumento al presupuesto a educación, una “lucha abierta y franca" contra la privatización de la educación.

Entre las discusiones, destacó que la forma de organización de “las escuelas del centro” -es decir, la UNAM- era diferente y conflictiva, frente a la disciplina de las normales. Se habló de la falta de tiempo, de que las vacaciones de Navidad están a la puerta y eso significa que las movilizaciones en el país bajarán. Se conformó finalmente la Coordinadora Nacional de Estudiantes.

¿Podrá realmente articularse el movimiento estudiantil de todo el país? ¿Podrá la emergencia económica y de violencia que azota a México desde hace años unir al campo y la ciudad? ¿Podrán los jóvenes de México dar un salto cualitativo y detener la barbarie que vivimos? ¿Serán los seis muertos del 26 de septiembre, y los 50 mil muertos de 2010 a la fecha, los 43 más los 20 mil desaparecidos, razón suficiente?

¿Serán dos uno?


La asamblea tuvo una rapidez récord: comenzó a la  1:37 de la tarde y terminó casi cuatro horas después: a 5:28. Algunos atribuyeron esta velocidad a que algunas corrientes y colectivos de la UNAM no estuvieron presentes. Cayó la noche. En el viejo casco de la hacienda resonaron consignas y porras a las escuelas: festivos los de la ciudad, profundos e inquietantes los del campo. Los 3 más 43 pupitres que se colocaron hace casi 2 meses brillaban con sus veladoras, las flores de cempasúchil ofrendadas marchitaban imperceptiblemente. Los pobladores de Tixtla, que quieren mucho a esa escuela, sirvieron, como todas las noches, un cena generosa: café y talludas.