domingo, 20 de enero de 2019







RECONSTRUIR LA LUZ DEL MUNDO
(Disertaciones sobre “La fosa de agua” de Lydiette Carrión)

Cuando el poeta Juan Gelman se refirió a la desaparición de su hijo y nuera
a manos de la dictadura argentina, y a la posterior búsqueda de su nieta…
decía con insistencia que para los atenienses el antónimo del olvido no era la memoria,
sino la verdad
. Se refería a una verdad simple, no retórica.
En este caso la verdad sería quiénes son las desaparecidas,
quiénes se las llevaron, qué les hicieron y dónde están” (Lydiette Carrión)

El día que Lydiette me entregó el libro La fosa de agua platicamos brevemente en la puerta de la casa, después nos propusimos salir de fin de semana a algún sitio, para descansar. Esa mañana me dijo “Siento que ando cargando muchos fantasmas”….
Yo subí a casa y me puse a leer La fosa de Agua, empecé a las 11 de a la mañana; a las 8 de la noche de ese mismo día ya lo había terminado y se repetía en mí esa frase: “Siento que ando cargando muchos fantasmas”, tenía ganas de salir corriendo de la casa a abrazar a Lydiette, a darle las gracias, a decirle “lo siento”, a cargar junto con ella esos fantasmas.
Y es que apenas cerré la contraportada del libro supe que sí, que anda cargando un chingo de fantasmas, y eso, tan agotador, es un acto de amor, es una lucha en activo por buscar la verdad de la que habla Gelman, la verdad que es el real antónimo del olvido.
Este libro carga a Bianca, a Yenifer, a Diana, a Andrea, a Mariana Elizabeth, a Luz del Carmen, a Luz María. Las carga para arroparlas, para que sean más que “piecitos, bracitos, huecitos”, las carga para ponerlas en nuestros brazos, las ayuda a no seguir desapareciendo, las pone frente a nuestros ojos como las adolescentes que son: emoticones, uso excesivo de vocales, sueños de volar (literalmente), selfies, bailes, amistades que son siempre a esa edad una familia elegida.
Pero el libro y Lydiette también cargan otros fantasmas: por ejemplo, los laberintos burocráticos, los vacíos legales, las incompetencias forenses, la desidia policial, los hechos que ponen al descubierto que no hay una línea que divida al crimen organizado de las autoridades policiales... los hechos que ponen al descubierto el tamaño del monstruo que enfrentamos.
Estamos frente a la desesperación de saber que, por lo menos, a una, podrían haberla encontrado viva si esa terrible maquinaria disfuncional (quién sabe si a propósito) hubiese sido funcional, porque las denuncias de las madres, tienen como primera respuesta: “Ya volverá, se fue con el novio” o “Ya para qué la busca, si ya ha de estar muerta”. No sé cuál de las dos debería provocarnos más rabia, pero en ambos casos la respuesta casi explícita es “No hay que buscarlas”, como si saber dónde están, como si conocer las circunstancias de su desaparición no fuese importante. Porque el terror que es el sistema quiere hacernos creer que no hay que buscarlas vivas. Lydiette sabe muy bien que siempre hay que buscarlas vivas e intuye, aunque no quisiera, las razones por las cuales la maquinaria estatal no lo hace.
Lydiette carga todo esto y además carga las historias de las madres que buscan a sus hijas, que empiezan todas, preguntando entre amigas, vecinas y conocidas; después colgando carteles en todos los postes de la colonia, empezando el martirio de ir al MP a denunciar las desapariciones, haciendo ellas mismas trabajos de investigación cuasi policial, yendo de un Semefo al otro, de una fosa a otra, encontrándose frente a restos óseos sin identificar o mal identificados.
Lo que hace Lydiette en La fosa de Agua (un libro que le llevó 6 años de trabajo periodístico) es mirar al horror de frente y presentárnoslo descarnado, porque el horror no tiene otra forma que esa descarnadura. El horror se cuenta contándolo. Y esta frase que podría parecer retórica fácil no lo es. Porque es difícil no caer en la tentación de melodramatizarlo, es difícil no caer en lugares comunes, es difícil no “poetizarlo” con tal de no mirarlo. Pero Lydiette sabe bien que eso no sirve de nada, desde hace años hasta ahora eso ha sido hecho de diversas formas y henos aquí, hoy, 14 de noviembre del 2018 en un país que tiene más de 32,000 desaparecidos y 14 feminicidios al día en cifras no oficiales. Por eso es que La fosa de Agua no melodramatiza, no poetiza, nos presenta los hechos, el color de las casas, el vestido de Irish, las rutas de camino a escuela… no sin pretensiones literarias, el libro las tiene, hace un entramado casi de novela policiaca, nos guarda para después pistas, hechos, preguntas. Las historias no son contadas de un solo golpe, linealmente; quizá porque las familias tampoco tuvieron una historia lineal, también estuvieron en el pasmo desesperante de no saber o ir “sabiendo de a poquitos”, también tuvieron que esperar, también se quedan con preguntas sin respuesta.
Quizá porque al leerla como una novela de terror, es más fuerte el golpe de saber que esto que leemos no es ficción, aunque debería serlo, aunque este terror debería quedar reservado para el género negro de la literatura, no para la vida.
En La fosa de agua, se nos encarna en el cuerpo el horror de las cifras, que dejan de ser únicamente cifras y adquieren voz, nombre, hechos concretos. Toma la forma de una madre que camina junto a su hija frente a los innumerables carteles de “se busca”:
“Guadalupe recordó cuando en una ocasión caminaba con su hija Mariana por Los héroes Tecamac y vieron la papeleta de una chica extraviada. Los volantes de desaparecidas son una cosa común, pero esta chica había desaparecido muy cerca de su casa. Ambas se impresionaron. Guadalupe inmediatamente pensó “Esto debe ser la tortura más grande para los padres”. Mariana entristecida la miró:
-       Qué harías si fuera yo?
Guadalupe, consolándola, le respondió:
-       No descansaría. Yo daría mi vida hasta encontrarte.
La promesa a Mariana había sido hecha incluso antes de que desapareciera.”
En La Fosa de agua el horror toma la forma de esa conversación y también toma la forma de un expediente puesto sobre un escritorio, como por descuido, con documentos traspapelados, con omisiones legales, que, en el improbable caso de encontrar al feminicida, harían que quedara libre. Toma la forma de un mapa que nos muestra, justo enfrente del MP de Tecámac, el hallazgo de más de 7,000 restos óseos, toma la forma de un médico forense que determina mal la edad de un cuerpo, haciendo así que la madre tarde más de un año en dar con su hija. Toma la forma de los laberintos burocráticos y legales que hay que transitar para poder darle sepultura a la hija, toma la forma de agentes y militares coludidos con desapariciones, trata y feminicidios, toma la forma de un modus operandi, que nadie ha registrado, toma la forma del chivo expiatorio, el “asesino serial” que es deleite de medios de comunicación masiva y que no hace más que tapar ese modus operandi que incluye en casi todos los casos tortura, abuso sexual, descuartizamiento de los cuerpos, bolsas de rafia.
En La fosa de agua las “cifras”, tienen nombres y apellidos, los de las adolescentes, los de los agentes omisos (por negligencia o complicidad), los de los médicos forenses, los de abogados, los de los familiares, los de los adolescentes que gracias a la incursión de los cárteles en el Estado de México, ahora son parte del crimen organizado, los de los vecinos que prefieren cerrar sus puertas ante las preguntas pues saben el riesgo que corren si hablan.
Es por eso que este libro es no sólo necesario, es indispensable; y no puedo evitar sentir que no debería serlo. Sí, este libro no debería ser necesario. Esta presentación, el hecho de que estemos hoy aquí sentadas, presentando este libro, habla quizá de nuestro fracaso como sociedad. Nunca había tenido una sensación tan clara de desgarradura al presentar un libro, y es que, este libro, que me hace admirar a Lydiette aún ya más de lo que la he admirado siempre; este libro que es absolutamente necesario ahora, no debería existir, porque esta realidad no debería existir.
No deberíamos vivir en un país que necesita que una mujer se lance a hacer la investigación exhaustiva que ha hecho Lydiette, no deberíamos estar hoy aquí sentadas, presentando un libro que habla de los dragados en el Río de los remedios, no deberíamos, pero aquí estamos, frente a la valentía entrañable de Lydiette, con nuestra indignación a cuestas. El problema con la indignación es que no puede ser sólo enunciativa, hay mucho por hacer, y muy probablemente no sabemos aún qué es exactamente, pero eso solo se descubre haciendo, yendo a los lugares, recorriendo los caminos que ha recorrido Lydiette, acercándose a ver las caras del horror, los rostros desencajados, envejecidos antes de tiempo de las madres, visitando los pasillos, oscuros, fríos, sucios, de los MP, el Río de los Remedios con sus bolsas de basura en ambas orillas.
El” hacer”, lo que produce que la indignación deje de ser enunciativa, sólo se descubre haciendo, saliendo del pasmo en el que este terror nos tiene, porque este terror sólo sirve a un sistema que nos necesita pasmadas, agotadas, agobiadas del terror; necesitamos ponernos de pie, andar, accionar.
En “La transformación del silencio en lenguaje y acción”, Audre Lorde nos dice:
Nuestro trabajo es ahora más importante que nuestro silencio (…) Me vi forzada a mirarme a mí misma y a mi vida con una claridad dura y urgente que me dejó sacudida pero mucho más fuerte (…) Mis silencios no me habían protegido. Tu silencio no te protegerá (…) Y donde las palabras de mujeres están gritando por ser oídas, cada una de nosotras debe reconocer esa responsabilidad de buscar esas palabras, leerlas y compartirlas (…) Soy yo misma, una guerrera negra haciendo mi trabajo, que viene a preguntarles. ¿Están haciendo ustedes el suyo?
Y eso es lo que pasa cuando una termina de leer el libro, siente la mirada franca de Lydiette, mirándonos directamente a los ojos, preguntándonos “¿Están haciendo ustedes el suyo?” Me pregunto en voz alta: ¿Lo estamos haciendo?
En una conversación sobre el libro que tuve con ella vía Whats app, escribió “Espero que en algo ayude”, hoy que estamos aquí, somos nosotros y nosotras quienes debemos responderle ¿En algo ayuda? ¿Nos va a hacer movernos del sillón en el que leímos el libro (o lo leeremos)? ¿Vamos a hacer nuestro trabajo? ¿Qué vamos a elegir hacer con el temblor, la rabia, el llanto que nos inundan al leer el libro? ¿Desde qué lugar nos vamos a posicionar y empezar a andar contra el terror?
Lydiette escribe sobre Araceli, madre de Luz:
¿Pero por qué una sola mujer debe llevar toda la carga? ¿Por qué una sola mujer debe dejar la vida entera para que el feminicidio de su niña no quede impune? ¿Por qué una sola mujer debe buscar a su pequeña durante cinco años, hasta hallarla a menos de un kilómetro de su casa?
Entonces a esas preguntas se me sumó una: ¿Por qué una sola mujer (Lydiette) debería cargar esos “fantasmas”, como los llamó en la puerta de mi casa?
Todas las mujeres, adolescentes y niñas desaparecidas son nuestras desaparecidas, quizá he escrito tanto para esta presentación porque mi deseo más fuerte y ferviente es que ni las madres, ni Lydiette carguen solas con La fosa de agua. Definitivamente no deben cargar con eso solas, definitivamente los hallazgos del modus operandi, las preguntas que lanza en el libro, están ahí para que todas y todos nos empecemos a hacer cargo del país feminicida, misógino y machista que se ha convertido en esta fosa. Para que todas empecemos a hacernos cargo de también nombrarlos a ellos (los feminicidas, los tratantes, los cómplices, los omisos, los coludidos, etcétera). Hay que nombrarlos, hay que señalar los hallazgos, hay que construir juntos y juntas esa verdad que es la única arma contra la desmemoria y la única contra  la enorme fosa que es nuestro país todo.
No olvido, no podría, a los colectivos de mujeres feministas accionando desde un chingo de diferentes frentes, no olvido a los grupos de madres que juntas se ayudan en este camino infernal y terrorífico, no olvido a las muchas de nosotras que a diario hacemos acompañamiento, no olvido que hay colectivos, grupos, Asociaciones Civiles, ONG´s trabajando con las familias de los desaparecidos y desaparecidas; pero paradójicamente cada una de esas partes carga con todo eso también a solas, ante la omisión de una sociedad que no termina de articularse, quizá porque frente al horror de la guerra en que vivimos, porque frente a una de las peores crisis humanitarias que ha vivido nuestro país, porque ante la perspectiva de salir de casa y no saber si se regresará, a veces –las más- es mucho más fácil voltear la mirada, vivir en la parálisis (aunque no sepamos que en ella vivimos) de seguir el trenecito cotidiano… sin querer saber que México se ha llenado de la oscuridad del mundo, como dice Lydiette:
Las madres acuden a los Semefos y revisan las carpetas, observan las imágenes. Sus ojos se llenan de la oscuridad del mundo.
Cuando terminamos de leer “La fosa de agua” nuestros ojos ya están también un poco llenos de esa oscuridad del mundo y está bien. Yo se lo agradezco a Lydiette, porque sólo así, sólo estremeciéndonos a tientas en medio de esa oscuridad, comprendemos que tenemos que internarnos en el terror para darle una estocada justo al centro, en pulmones y corazón. Sólo así, sabiéndonos parte de esa oscuridad como piezas de esta sociedad machista, misógina, precarizada, sabemos con todo (cuerpo, mente, cada hueso) que si seguimos siendo parte inamovible, formamos el engrane que hace que nada se mueva de su sitio.
Si somos parte, hay que aprovechar ese ser parte y ser una parte disruptiva, disfuncional para la maquinaria, parte que, al colocarnos “fuera de lugar”, haga que la maquinaria pierda su casi perfecto funcionamiento de muerte y necropolítica.
Porque, en palabras de Lydiette:
Las bandas criminales pueden ir aprendiendo a retener, a descuartizar… Lo único que se requiere es una sociedad, una cultura, un sistema que lo permita y lo aliente. Una cultura misógina, un continuum de violencia machista que va del acoso callejero, el embarazo adolescente, la violencia doméstica, y termina con bandas que se dedican a levantar adolescentes, torturarlas sexualmente y matarlas.
¿Hasta qué punto nos permitiremos después de haber visto en La fosa de agua  la oscuridad del mundo, seguir siendo parte de esa sociedad, cultura y sistema que son el caldo de cultivo perfecto para los feminicidios?
Muchas veces, en muchos contextos distintos hemos dicho o escuchado que la omisión nos hace cómplices; pero lo que pasa con La fosa de agua es que esa frase deja de ser enunciativa, nos sabemos irremediablemente (si no nos movemos pronto) cómplices por omisión. Es urgente, prioritario, dejar de serlo. Hoy mismo, ahora, en este segundo. Porque no debe una sola mujer cargar con esta denuncia, esta clarividencia, estos descubrimientos arrasadores.
Para mí el libro, es como una estafeta, cuando una lo toma está tomando mucho más que un libro, mucho más que una denuncia, mucho más que una crónica. Está adquiriendo una responsabilidad social y es menester hacerle frente y cumplir con ella. Porque ya lo dijo Lorde:
Nuestro silencio no nos protegerá, podemos aprender a trabajar y hablar cuando tenemos miedo porque (…) mientras esperamos en silencio por ese lujo final que es el no tener miedo, el peso del silencio nos ahogará.
Yo quiero, necesito, creer que podemos salir del azoro del terror y transmutar el silencio en acción, tomar la estafeta que significa La fosa de agua y empezar a reconstituir el tejido social, porque podemos sentarnos en nuestros rincones, mudas para siempre, mientras nuestras hermanas y nosotras mismas nos arruinamos, mientras nuestros hijos e hijas son distorsionados y destruidos, mientras nuestra tierra es envenenada, podemos sentarnos en nuestros “seguros rincones” mudas como botellas y aún así no tendremos menos miedo[1], al contrario, tendremos más; todos y todas somos vitales y necesarias para accionar frente al terror, y sólo ahí, rompiendo la inmovilidad podremos ir descubriendo y reconstruyendo, poco a poco, la luz del mundo. 

Zaría Abreu Flores
(18 de Noviembre de 2018)


[1] Lorde, Audre. La transformación del silencio en lenguaje y acción. Ponencia leída el 28 de diciembre de 1977 en el Panel Lésbico y de Literatura de la Modern Language Association.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Ayotzinapa: estudiantes del campo y la ciudad

El país está en llamas. La emergencia ha obligado a que dos colosos se encuentren: el movimiento estudiantil universitario citadino y los normalistas rurales.

Un estudiante de física solía decir que, bajo la perspectiva de la cuarta dimensión, los seres vivos somos más como un gusano que se extiende y desarrolla desde el nacimiento hasta la muerte en el tiempo-espacio que recorre. No somos un cuerpo con piernas, cabeza y brazos, sino el continuum de nuestro cuerpo físico, trasladándose desde el lugar donde nacimos,  la casa, la escuela, los viajes, mientras crecemos, envejecemos, morimos. Somos  el bebé que llora en su cuna y el anciano que muere en su lecho; todos a un mismo tiempo y abarcando diversos espacios.

No sé hasta qué punto sea cierto lo que el estudiante decía. Pero la imagen puede ser útil para describir lo que llamamos el “movimiento estudiantil”. Al igual que con este hombre-gusano, el movimiento estudiantil -y hablo en particular del emanado de la Universidad Nacional Autónoma de México- está formado de un continuum de momentos, algunos esplendorosos y heroicos; otros más bien oscuros, envejecidos y retrógradas. El 68, el 86, el 99, el 2012 no son hechos aislados, por el contrario, son estampas,  fracciones de ese gusano, que no podemos ver con nuestros sentidos enfrascados tres dimensiones. Solo vemos instantáneas de un ser itinerante en el tiempo-espacio. El movimiento estudiantil es uno solo: Es, al mismo tiempo,  la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 68. Es el estudiante que cierra por nueve meses la universidad. El que se asume como 132 y convoca a arder juntos, para iluminar la oscuridad.

El movimiento estudiantil citadino es emanado del 68. Por supuesto está basado en ideas que llamaremos  “revolucionarias”, impregnadas de cierto vanguardismo. Los activistas viven en la ciudad, la mayoría tienen resueltas la mayoría de las necesidades básicas. Su ideología es variopinta, y va desde  las socialdemocracia a la radicalidad. La mayoría ama al Ché Guevara, ama la revolución pero escucha música rock; respalda la democracia, y añora un posgrado en el extranjero. Percibe lejanas a su realidad las causas con las que simpatiza.

Pero hay otros movimientos estudiantiles; otros organismos–gusanos. Por ejemplo, está la Federación de Estudiantes Campesinos de México, la FECSM, compuesta por los normalistas rurales. Este gusano es ancestral, mucho más antiguo que el anterior. Las normales  rurales tienen una historia más vieja, más profunda, y más dolida. Se manifiesta en las consignas que lanzan sus estudiantes cuando marchan, en un tono gutural y ancestral. En esa forma ordenada y cetrina de marchar.

Las normales rurales son herencia de la Revolución Mexicana. A principios de los años veinte se les impulsó con el fin de formar maestros provenientes de los mismos campesinos. La normal rural Raúl Isidro Burgos comparte ese origen, y se fundó sobre las antiguas tierras de la hacienda de  Ayotzinapa (río de tortugas en nahua),  en la población de Tixtla, a 20 minutos de la capital del estado de Guerrero. Muy cerca de los poderes estatales, conserva todavía ese aire a campo.

Para 1935, con todo el empuje de las ideas socialistas del gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, estudiantes normalistas, maestros y directores de todo el país crearon la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, FECSM, que todos pronunciamos “Fecsum”.

Contrario al grueso del estudiante citadino, el normalista rural ha nacido en una comunidad marginada. Sus padres son campesinos. Los amigos con los que ha crecido en su mayoría ya no estudian. Ha experimentado de primera mano no poder satisfacer necesidades básicas. No tiene muchas elecciones: su familia no tiene dinero para enviarlo a estudiar al DF o a Guadalajara, mucho menos Monterrey. Es la normal o incorporarse al trabajo. Cuando ingresa a ésta, está obligado a afiliarse a la FECSM. La ideología entre los miembros no es diversa, por el contrario se busca unificar, formar. Pero el  normalista ama su escuela de forma brutal. Muchos repiten, convencidos: “Daría mi vida por ella”. La normal–madre. Gracias a ella viaja y conoce a normalistas de todos los rincones del país; y, más aún, le ha dado a la propia vida un sentido y valor del que carecía antes. El joven tiene ahora un propósito: la transformación de la sociedad.

En las normales rurales, por supuesto, aman al Ché Guevara. Pero tienen a sus propios héroes guerrilleros, antiguos normalistas como ellos. De Ayotzinapa egresó  Lucio Cabañas, quien murió perseguido por el Ejército en 1973, y también Genaro Vázquez.  Y es que la guerrilla vino de la mano con las normales rurales. Arturo Gámiz, ideólogo de la primera batalla guerrillera insurreccional  en México, el histórico y fallido asalto al Cuartel Madera, en 1965, también había estudiado en otra normal rural, la de Saucillo, Chihuahua.

Entre el movimiento estudiantil citadino y el rural siempre ha habido simpatía, pero el vínculo es endeble, coyuntural. Hay por supuesto solidaridad en momentos clave: en la huelga de la UNAM del 99; y pocos años después, cuando las autoridades del estado de  Hidalgo (entonces encabezadas por el actual secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong) cerraron la Normal de El Mexe.

Así, la efervescencia citadina, heroica, pero más cercana a los movimientos progresistas del llamado primer mundo es un movimiento estudiantil diferente del que se gesta en la conciencia de clase cultivada en las aulas rurales. Son dos gusanos que histórica convergen ahora. ¿Serán dos cauces que se vuelven uno?

Ahora está Ayotzinapa. Seis personas asesinadas por policías municipales. 43 normalistas víctimas de desaparición forzada. Dos meses de crisis nacional. Los ojos del mundo puestos en México. “Todos somos Ayotzinapa”, se lee en cada pared de cada escuela, en la calle, en las redes sociales, en otros puntos del mundo.




Los de Ayotzinapa  convocaron. El domingo 30 de noviembre, ahí en una cancha de la normal, bajo la sombra de enormes árboles, se realizó el primer Congreso Nacional de Estudiantes, para conformar la “Coordinadora Nacional de Estudiantes”. El objetivo es coordinar las movilizaciones de la mayor cantidad posible de escuelas de educación superior y media superior del país. No sólo respecto al caso de Ayotzinapa, sino debido a que en los últimos años, la violencia y la represión contra estudiantes ha estado al tiro.

Muchos estudiantes llegaron desde el día anterior. Dormitorios y salones recibieron a jóvenes provenientes de lugares remotos y disímbolos. Del orgulloso norte: Baja California, Ciudad Juárez, e incluso Durango. Los numerosos estudiantes del área metropolitana de la capital: El Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma Metropolitana, las prepas públicas de la capital,  la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. El sureste del país, Universidad Veracruzana, estudiantes chiapanecos; y por supuesto, universitarios de Guerrero. El Congreso contó con asistencia de 399 personas, representando a 62 escuelas a nivel nacional.

El Congreso en la cancha de basquet fue  el encontronazo visual del universitario del campo y el de la ciudad. Junto al cabello corto y semblante espartano de los normalistas, se paseaban las rastas, las expansiones en las orejas, los tatuajes, los cortes de cabello asimétricos de los jóvenes de ciudad. Los huaraches de trabajo junto a los tenis de marca. Los rostros redondos y chapeados por el sol, junto a la multivaria mezcla de colores y rasgos del mestizo citadino. Pero a todos los hermana ese airecillo primaveral que conservan los veinteañeros, el ceño que no ha conocido demasiado sufrimiento, la mirada brillante.


El campo llevó la batuta frente a la ciudad. Por lo general, los estudiantes de la UNAM acaparan los reflectores. Pero en este caso, la mesa del congreso estuvo compuesta por dos normalistas rurales, una estudiante de la Universidad Autónoma del Estado de México (hecho inédito, ya que ésta no había tenido movilizaciones estudiantiles desde hacía unos 20 años) y una estudiante de la universidad Autónoma de Chapingo, escuela centenaria, también ligada a la tierra.

El Congreso aprobó un eje de trabajo muy similar al del movimiento estudiantil: educación pública, gratuita, científica y  “al servicio del pueblo”; el aumento al presupuesto a educación, una “lucha abierta y franca" contra la privatización de la educación.

Entre las discusiones, destacó que la forma de organización de “las escuelas del centro” -es decir, la UNAM- era diferente y conflictiva, frente a la disciplina de las normales. Se habló de la falta de tiempo, de que las vacaciones de Navidad están a la puerta y eso significa que las movilizaciones en el país bajarán. Se conformó finalmente la Coordinadora Nacional de Estudiantes.

¿Podrá realmente articularse el movimiento estudiantil de todo el país? ¿Podrá la emergencia económica y de violencia que azota a México desde hace años unir al campo y la ciudad? ¿Podrán los jóvenes de México dar un salto cualitativo y detener la barbarie que vivimos? ¿Serán los seis muertos del 26 de septiembre, y los 50 mil muertos de 2010 a la fecha, los 43 más los 20 mil desaparecidos, razón suficiente?

¿Serán dos uno?


La asamblea tuvo una rapidez récord: comenzó a la  1:37 de la tarde y terminó casi cuatro horas después: a 5:28. Algunos atribuyeron esta velocidad a que algunas corrientes y colectivos de la UNAM no estuvieron presentes. Cayó la noche. En el viejo casco de la hacienda resonaron consignas y porras a las escuelas: festivos los de la ciudad, profundos e inquietantes los del campo. Los 3 más 43 pupitres que se colocaron hace casi 2 meses brillaban con sus veladoras, las flores de cempasúchil ofrendadas marchitaban imperceptiblemente. Los pobladores de Tixtla, que quieren mucho a esa escuela, sirvieron, como todas las noches, un cena generosa: café y talludas. 

martes, 12 de noviembre de 2013

Crónica de una muerte encubierta




“Bien me lo decía Mari. Soy Rebe. Mari falleció el día de hoy”.

El mensaje llegó a las 10:52 de la noche del 18 de junio de 2013. Así, críptico y terrible, fue enviado desde el celular de su novia Maricarmen Estrada Tinoco, de 23 años, residente en la Colonia Lindavista, en Zapopan, Jalisco. Se encontraba  ahí porque estudiaba la carrera de ingeniería agrónoma. Le faltaba un mes y medio para titularse.

El novio reside en el Distrito Federal, la ciudad natal de Mari. Por lo que esa noche estaba muy lejos de ella. Marcó inmediatamente. La llamada no entró. No conocía formalmente a los padres, así que trató de comunicarse durante esa  noche y finalmente, tras un par de horas llamó a la familia.

Guadalupe y Alfredo, padres de Maricarmen, fueron despertados por esta noticia en su casa, en el Distrito Federal. Llamaron al hijo mayor, que reside en Jalisco–. Este había visto a Mari alrededor de las 8 de la noche de ese 18 de junio, cuando se reunieron.

Pero Mari no llegó a la escuela al día siguiente. Los amigos y profesores en la Universidad Autónoma de Guadalajara no sabían nada. Pasaron varios días sin que nadie les diera razón. Llegaron a Guadalajara el día 24 de junio. Fueron a casa de su hija directamente desde el aeropuerto.

Abrieron la puerta del departamento de Mari, en la colonia Lindavista. En la recámara el ventilador se hallaba prendido, la computadora sobre la cama, encendida, con el Facebook abierto, el bolso de la joven a un lado. Aparentemente, la noche de la desaparición, Mari sólo saldría un momento. En la casa sólo faltaban sus  llaves y  una tarjeta de débito –que no registró movimiento alguno–. Y la camioneta, una trade blazer 2002 color azul marino.

“Bien me lo decía Mari…”, probablemente resonó en la mente de los padres.

La familia interpuso la denuncia en la procuraduría tapatía. “Nunca hicieron nada”, se duele el padre de Maricarmen. “Todo lo que se investigó lo hice yo”.  

“Solicité que revisaran las cámaras de las calles por las que pudo haber pasado”, y “me dijo el policía: ‘¿para qué?, no se ve nada. Es una pérdida de tiempo. No se ve nada, está muy oscuro’”. Finalmente, un mes y medio después de la desaparición de Mari, les dieron los videos, lo que no arrojó resultados.

Gracias a que el teléfono (Telcel) estaba a nombre del padre, Alfredo Estrada, supieron que si bien fue apagado la noche del 18 –después de enviar el mensaje–, al siguiente día, alrededor de las 8 de la noche, alguien abonó 30 pesos al crédito y utilizó el internet hasta que agotó el crédito. La familia cree que utilizaron el GPS para acceder a los mapas de la ciudad. Sin embargo, hasta la fecha no han obtenido acceso a la sábana de llamadas, y las torretas de radiolocalización, ya que las autoridades tampoco la pidieron.

Durante casi cuatro  meses, los familiares trataron de plegarse a los tiempos de las  autoridades, después cansados de esta espera, decidieron publicitar su caso. Entonces, el 23 de octubre, las autoridades informaron  a la familia que había sido hallada la camioneta de su hija en una barranca del municipio de San Cristóbal la Barranca, a 40 minutos del departamento; el cadáver una mujer joven se hallaba adentro: se trataba de Mari, quien habría muerto el día que desapareció.

La versión que la policía dio a los medios de comunicación en Guadalajara es la siguiente: Maricarmen Estrada iba manejando cuando se pinchó o explotó una llanta, la joven perdió el control del vehículo y cayó al barranco. No había sido localizada porque el lugar de los hechos es despoblado. Se trató de un accidente. Por supuesto, los amigos y seres queridos de Mari no creen esta hipótesis. 


*Texto publicado en El Universal Gráfico el 12 de noviembre de 2013