RECONSTRUIR LA LUZ DEL MUNDO
(Disertaciones sobre “La fosa de agua” de Lydiette
Carrión)
Cuando
el poeta Juan Gelman se refirió a
la desaparición de su hijo y nuera
a manos de la dictadura argentina, y a la posterior búsqueda de su nieta…
decía con insistencia que para los atenienses el antónimo del olvido no era la memoria,
sino la verdad. Se refería a una verdad simple, no retórica.
En este caso la verdad sería quiénes son las desaparecidas,
quiénes se las llevaron, qué les hicieron y dónde están” (Lydiette Carrión)
a manos de la dictadura argentina, y a la posterior búsqueda de su nieta…
decía con insistencia que para los atenienses el antónimo del olvido no era la memoria,
sino la verdad. Se refería a una verdad simple, no retórica.
En este caso la verdad sería quiénes son las desaparecidas,
quiénes se las llevaron, qué les hicieron y dónde están” (Lydiette Carrión)
El día
que Lydiette me entregó el libro La fosa
de agua platicamos brevemente en la puerta de la casa, después nos
propusimos salir de fin de semana a algún sitio, para descansar. Esa mañana me
dijo “Siento que ando cargando muchos fantasmas”….
Yo subí
a casa y me puse a leer La fosa de Agua,
empecé a las 11 de a la mañana; a las 8 de la noche de ese mismo día ya lo
había terminado y se repetía en mí esa frase: “Siento que ando cargando muchos fantasmas”, tenía ganas de salir
corriendo de la casa a abrazar a Lydiette, a darle las gracias, a decirle “lo
siento”, a cargar junto con ella esos fantasmas.
Y es
que apenas cerré la contraportada del libro supe que sí, que anda cargando un
chingo de fantasmas, y eso, tan agotador, es un acto de amor, es una lucha en
activo por buscar la verdad de la que habla Gelman, la verdad que es el real
antónimo del olvido.
Este libro
carga a Bianca, a Yenifer, a Diana, a Andrea, a Mariana Elizabeth, a Luz del
Carmen, a Luz María. Las carga para arroparlas, para que sean más que
“piecitos, bracitos, huecitos”, las carga para ponerlas en nuestros brazos, las
ayuda a no seguir desapareciendo, las pone frente a nuestros ojos como las
adolescentes que son: emoticones, uso excesivo de vocales, sueños de volar
(literalmente), selfies, bailes, amistades que son siempre a esa edad una
familia elegida.
Pero el
libro y Lydiette también cargan otros fantasmas: por ejemplo, los laberintos
burocráticos, los vacíos legales, las incompetencias forenses, la desidia
policial, los hechos que ponen al descubierto que no hay una línea que divida
al crimen organizado de las autoridades policiales... los hechos que ponen al
descubierto el tamaño del monstruo que enfrentamos.
Estamos
frente a la desesperación de saber que, por lo menos, a una, podrían haberla
encontrado viva si esa terrible maquinaria disfuncional (quién sabe si a
propósito) hubiese sido funcional, porque las denuncias de las madres, tienen
como primera respuesta: “Ya volverá, se fue con el novio” o “Ya para qué la
busca, si ya ha de estar muerta”. No sé cuál de las dos debería provocarnos más
rabia, pero en ambos casos la respuesta casi explícita es “No hay que
buscarlas”, como si saber dónde están, como si conocer las circunstancias de su
desaparición no fuese importante. Porque el terror que es el sistema quiere
hacernos creer que no hay que buscarlas vivas. Lydiette sabe muy bien que
siempre hay que buscarlas vivas e intuye, aunque no quisiera, las razones por
las cuales la maquinaria estatal no lo hace.
Lydiette
carga todo esto y además carga las historias de las madres que buscan a sus
hijas, que empiezan todas, preguntando entre amigas, vecinas y conocidas;
después colgando carteles en todos los postes de la colonia, empezando el martirio
de ir al MP a denunciar las desapariciones, haciendo ellas mismas trabajos de
investigación cuasi policial, yendo de un Semefo al otro, de una fosa a otra,
encontrándose frente a restos óseos sin identificar o mal identificados.
Lo que
hace Lydiette en La fosa de Agua (un
libro que le llevó 6 años de trabajo periodístico) es mirar al horror de frente
y presentárnoslo descarnado, porque el horror no tiene otra forma que esa
descarnadura. El horror se cuenta contándolo. Y esta frase que podría parecer
retórica fácil no lo es. Porque es difícil no caer en la tentación de
melodramatizarlo, es difícil no caer en lugares comunes, es difícil no “poetizarlo”
con tal de no mirarlo. Pero Lydiette sabe bien que eso no sirve de nada, desde hace
años hasta ahora eso ha sido hecho de diversas formas y henos aquí, hoy, 14 de
noviembre del 2018 en un país que tiene más de 32,000 desaparecidos y 14
feminicidios al día en cifras no oficiales. Por eso es que La fosa de Agua no
melodramatiza, no poetiza, nos presenta los hechos, el color de las casas, el
vestido de Irish, las rutas de camino a escuela… no sin pretensiones
literarias, el libro las tiene, hace un entramado casi de novela policiaca, nos
guarda para después pistas, hechos, preguntas. Las historias no son contadas de
un solo golpe, linealmente; quizá porque las familias tampoco tuvieron una
historia lineal, también estuvieron en el pasmo desesperante de no saber o ir
“sabiendo de a poquitos”, también tuvieron que esperar, también se quedan con
preguntas sin respuesta.
Quizá
porque al leerla como una novela de terror, es más fuerte el golpe de saber que
esto que leemos no es ficción, aunque debería serlo, aunque este terror debería
quedar reservado para el género negro de la literatura, no para la vida.
En La fosa de agua, se nos encarna en el
cuerpo el horror de las cifras, que dejan de ser únicamente cifras y adquieren
voz, nombre, hechos concretos. Toma la forma de una madre que camina junto a su
hija frente a los innumerables carteles de “se busca”:
“Guadalupe recordó cuando en una ocasión
caminaba con su hija Mariana por Los héroes Tecamac y vieron la papeleta de una
chica extraviada. Los volantes de desaparecidas son una cosa común, pero esta
chica había desaparecido muy cerca de su casa. Ambas se impresionaron.
Guadalupe inmediatamente pensó “Esto debe ser la tortura más grande para los
padres”. Mariana entristecida la miró:
- Qué harías si fuera yo?
Guadalupe, consolándola, le respondió:
- No descansaría. Yo daría mi vida hasta
encontrarte.
La promesa a Mariana había sido hecha
incluso antes de que desapareciera.”
En La Fosa de agua el horror toma la forma
de esa conversación y también toma la forma de un expediente puesto sobre un
escritorio, como por descuido, con documentos traspapelados, con omisiones
legales, que, en el improbable caso de encontrar al feminicida, harían que
quedara libre. Toma la forma de un mapa que nos muestra, justo enfrente del MP de
Tecámac, el hallazgo de más de 7,000 restos óseos, toma la forma de un médico
forense que determina mal la edad de un cuerpo, haciendo así que la madre tarde
más de un año en dar con su hija. Toma la forma de los laberintos burocráticos
y legales que hay que transitar para poder darle sepultura a la hija, toma la
forma de agentes y militares coludidos con desapariciones, trata y
feminicidios, toma la forma de un modus operandi, que nadie ha registrado, toma
la forma del chivo expiatorio, el “asesino serial” que es deleite de medios de
comunicación masiva y que no hace más que tapar ese modus operandi que incluye
en casi todos los casos tortura, abuso sexual, descuartizamiento de los
cuerpos, bolsas de rafia.
En La fosa de agua las “cifras”, tienen
nombres y apellidos, los de las adolescentes, los de los agentes omisos (por
negligencia o complicidad), los de los médicos forenses, los de abogados, los
de los familiares, los de los adolescentes que gracias a la incursión de los
cárteles en el Estado de México, ahora son parte del crimen organizado, los de
los vecinos que prefieren cerrar sus puertas ante las preguntas pues saben el
riesgo que corren si hablan.
Es por
eso que este libro es no sólo necesario, es indispensable; y no puedo evitar
sentir que no debería serlo. Sí, este libro no debería ser necesario. Esta
presentación, el hecho de que estemos hoy aquí sentadas, presentando este
libro, habla quizá de nuestro fracaso como sociedad. Nunca había tenido una
sensación tan clara de desgarradura al presentar un libro, y es que, este
libro, que me hace admirar a Lydiette aún ya más de lo que la he admirado
siempre; este libro que es absolutamente necesario ahora, no debería existir,
porque esta realidad no debería existir.
No
deberíamos vivir en un país que necesita que una mujer se lance a hacer la
investigación exhaustiva que ha hecho Lydiette, no deberíamos estar hoy aquí
sentadas, presentando un libro que habla de los dragados en el Río de los
remedios, no deberíamos, pero aquí
estamos, frente a la valentía entrañable de Lydiette, con nuestra indignación a
cuestas. El problema con la indignación es que no puede ser sólo enunciativa,
hay mucho por hacer, y muy probablemente no sabemos aún qué es exactamente,
pero eso solo se descubre haciendo, yendo a los lugares, recorriendo los
caminos que ha recorrido Lydiette, acercándose a ver las caras del horror, los
rostros desencajados, envejecidos antes de tiempo de las madres, visitando los
pasillos, oscuros, fríos, sucios, de los MP, el Río de los Remedios con sus
bolsas de basura en ambas orillas.
El”
hacer”, lo que produce que la indignación deje de ser enunciativa, sólo se
descubre haciendo, saliendo del pasmo en el que este terror nos tiene, porque
este terror sólo sirve a un sistema que nos necesita pasmadas, agotadas,
agobiadas del terror; necesitamos ponernos de pie, andar, accionar.
En “La
transformación del silencio en lenguaje y acción”, Audre Lorde nos dice:
Nuestro trabajo es ahora más importante que
nuestro silencio (…) Me vi forzada a mirarme a mí misma y a mi vida con una
claridad dura y urgente que me dejó sacudida pero mucho más fuerte (…) Mis
silencios no me habían protegido. Tu silencio no te protegerá (…) Y donde las
palabras de mujeres están gritando por ser oídas, cada una de nosotras debe
reconocer esa responsabilidad de buscar esas palabras, leerlas y compartirlas (…)
Soy yo misma, una guerrera negra haciendo mi trabajo, que viene a preguntarles.
¿Están haciendo ustedes el suyo?
Y eso
es lo que pasa cuando una termina de leer el libro, siente la mirada franca de
Lydiette, mirándonos directamente a los ojos, preguntándonos “¿Están haciendo ustedes
el suyo?” Me pregunto en voz alta: ¿Lo estamos haciendo?
En una
conversación sobre el libro que tuve con ella vía Whats app, escribió “Espero
que en algo ayude”, hoy que estamos aquí, somos nosotros y nosotras quienes
debemos responderle ¿En algo ayuda? ¿Nos va a hacer movernos del sillón en el
que leímos el libro (o lo leeremos)? ¿Vamos a hacer nuestro trabajo? ¿Qué vamos
a elegir hacer con el temblor, la rabia, el llanto que nos inundan al leer el
libro? ¿Desde qué lugar nos vamos a posicionar y empezar a andar contra el
terror?
Lydiette
escribe sobre Araceli, madre de Luz:
¿Pero por qué una sola mujer debe llevar
toda la carga? ¿Por qué una sola mujer debe dejar la vida entera para que el
feminicidio de su niña no quede impune? ¿Por qué una sola mujer debe buscar a
su pequeña durante cinco años, hasta hallarla a menos de un kilómetro de su
casa?
Entonces
a esas preguntas se me sumó una: ¿Por qué una sola mujer (Lydiette) debería
cargar esos “fantasmas”, como los llamó en la puerta de mi casa?
Todas
las mujeres, adolescentes y niñas desaparecidas son nuestras desaparecidas,
quizá he escrito tanto para esta presentación porque mi deseo más fuerte y
ferviente es que ni las madres, ni Lydiette carguen solas con La fosa de agua. Definitivamente no deben
cargar con eso solas, definitivamente los hallazgos del modus operandi, las
preguntas que lanza en el libro, están ahí para que todas y todos nos empecemos
a hacer cargo del país feminicida, misógino y machista que se ha convertido en
esta fosa. Para que todas empecemos a hacernos cargo de también nombrarlos a
ellos (los feminicidas, los tratantes, los cómplices, los omisos, los
coludidos, etcétera). Hay que nombrarlos, hay que señalar los hallazgos, hay
que construir juntos y juntas esa verdad que es la única arma contra la
desmemoria y la única contra la enorme
fosa que es nuestro país todo.
No
olvido, no podría, a los colectivos de mujeres feministas accionando desde un
chingo de diferentes frentes, no olvido a los grupos de madres que juntas se
ayudan en este camino infernal y terrorífico, no olvido a las muchas de
nosotras que a diario hacemos acompañamiento, no olvido que hay colectivos,
grupos, Asociaciones Civiles, ONG´s trabajando con las familias de los
desaparecidos y desaparecidas; pero paradójicamente cada una de esas partes
carga con todo eso también a solas, ante la omisión de una sociedad que no
termina de articularse, quizá porque frente al horror de la guerra en que
vivimos, porque frente a una de las peores crisis humanitarias que ha vivido
nuestro país, porque ante la perspectiva de salir de casa y no saber si se
regresará, a veces –las más- es mucho más fácil voltear la mirada, vivir en la
parálisis (aunque no sepamos que en ella vivimos) de seguir el trenecito
cotidiano… sin querer saber que México se ha llenado de la oscuridad del mundo, como dice Lydiette:
Las madres acuden a los Semefos y revisan
las carpetas, observan las imágenes. Sus ojos se llenan de la oscuridad del
mundo.
Cuando
terminamos de leer “La fosa de agua” nuestros ojos ya están también un poco
llenos de esa oscuridad del mundo y está bien. Yo se lo agradezco a Lydiette,
porque sólo así, sólo estremeciéndonos a tientas en medio de esa oscuridad,
comprendemos que tenemos que internarnos en el terror para darle una estocada
justo al centro, en pulmones y corazón. Sólo así, sabiéndonos parte de esa
oscuridad como piezas de esta sociedad machista, misógina, precarizada, sabemos
con todo (cuerpo, mente, cada hueso) que si seguimos siendo parte inamovible,
formamos el engrane que hace que nada se mueva de su sitio.
Si
somos parte, hay que aprovechar ese ser parte y ser una parte disruptiva,
disfuncional para la maquinaria, parte que, al colocarnos “fuera de lugar”, haga
que la maquinaria pierda su casi perfecto funcionamiento de muerte y
necropolítica.
Porque,
en palabras de Lydiette:
Las bandas criminales pueden ir aprendiendo
a retener, a descuartizar… Lo único que se requiere es una sociedad, una
cultura, un sistema que lo permita y lo aliente. Una cultura misógina, un continuum
de violencia machista que va del acoso callejero, el embarazo adolescente, la
violencia doméstica, y termina con bandas que se dedican a levantar
adolescentes, torturarlas sexualmente y matarlas.
¿Hasta
qué punto nos permitiremos después de haber visto en La fosa de agua la oscuridad
del mundo, seguir siendo parte de esa sociedad, cultura y sistema que son el
caldo de cultivo perfecto para los feminicidios?
Muchas
veces, en muchos contextos distintos hemos dicho o escuchado que la omisión nos
hace cómplices; pero lo que pasa con La
fosa de agua es que esa frase deja de ser enunciativa, nos sabemos
irremediablemente (si no nos movemos pronto) cómplices por omisión. Es urgente,
prioritario, dejar de serlo. Hoy mismo, ahora, en este segundo. Porque no debe
una sola mujer cargar con esta denuncia, esta clarividencia, estos
descubrimientos arrasadores.
Para mí
el libro, es como una estafeta, cuando una lo toma está tomando mucho más que
un libro, mucho más que una denuncia, mucho más que una crónica. Está
adquiriendo una responsabilidad social y es menester hacerle frente y cumplir
con ella. Porque ya lo dijo Lorde:
Nuestro silencio no nos protegerá, podemos
aprender a trabajar y hablar cuando tenemos miedo porque (…) mientras esperamos
en silencio por ese lujo final que es el no tener miedo, el peso del silencio
nos ahogará.
Yo
quiero, necesito, creer que podemos salir del azoro del terror y transmutar el
silencio en acción, tomar la estafeta que significa La fosa de agua y empezar a reconstituir el tejido social, porque podemos sentarnos en nuestros rincones,
mudas para siempre, mientras nuestras hermanas y nosotras mismas nos
arruinamos, mientras nuestros hijos e hijas son distorsionados y destruidos,
mientras nuestra tierra es envenenada, podemos sentarnos en nuestros “seguros
rincones” mudas como botellas y aún así no tendremos menos miedo[1],
al contrario, tendremos más; todos y todas somos vitales y necesarias para
accionar frente al terror, y sólo ahí, rompiendo la inmovilidad podremos ir
descubriendo y reconstruyendo, poco a poco, la luz del mundo.
Zaría Abreu Flores
(18 de Noviembre de 2018)
(18 de Noviembre de 2018)
[1]
Lorde, Audre. La transformación del silencio en lenguaje y acción. Ponencia
leída el 28 de diciembre de 1977 en el Panel Lésbico y de Literatura de la
Modern Language Association.