jueves, 23 de agosto de 2012

Amayrani: un final feliz


El señor Alfonso relata el rescate de su hija de 14 años, mientras espera afuera del ministerio público de Atizapan de Zaragoza. Es lunes 23 de julio  y ya anocheció. Acaba de llegar de carretera, de recuperar a su pequeña, se mantiene alerta y de pie. No ha dormido casi nada en los últimos cuatro días, desde que el policía judicial de apellido Cabello lo llamó por la tarde del jueves: estaba listo el papeleo para ir a buscar a los sospechosos de habérsela llevado, quienes tenían un domicilio en una zona remota del estado de Oaxaca, casi en el límite con Veracruz. 

Cuando recibió la llamada, el señor Alfonso estaba en Acapulco, trabajando (desde que se habían llevado a su niña tres meses atrás, el 28 de abril, había dejado de trabajar por buscarla, así que el dinero escaseaba). Dejó todo y se trasladó inmediatamente a su hogar, en San Nicolas Romero, Estado de México. Ese mismo viernes por la noche, sin haber dormido, partió rumbo a Oaxaca con el comandante Luis Mario Cabello y dos policías más. 

Llegaron a la capital del estado el sábado por la mañana. Las autoridades locales les advirtieron que era peligroso subir solos, ya que la gente de la zona desconfiaba de los fuereños; se ofrecieron a acompañarlos y juntos reemprendieron el camino rumbo a Piedra de Amolar, a unas cuatro horas de la ciudad de Oaxaca.

Piedra de Amolar es una comunidad empobrecida  del municipio de San Miguel Soyaltepec, y alberga no más de 2 mil personas, en casas desperdigadas por el cerro, de las cuales la mayoría tiene piso de tierra. En los censos oficiales, se considera que todos los hogares de Piedra de Amolar son indígenas y es relativamente alto el nivel de analfabetismo. 

Llegaron cuando ya había anochecido. Todo estaba oscuro, no había lámparas en las calles de terracería. La casa que buscaban era de las primeras, pero tenían una fiesta, "y luego luego  la gente empezó a alborotarse". Los lugareños vieron el carro y les pareció sospechoso, por lo que comenzaron a salir de sus casas, algunos corrieron al cerro. Los policías decidieron retirarse. 

Regresaron  a la mañana siguiente. Eran muchos policías y llevaban armas largas. En cuanto se acercaron a la casa, un joven salió corriendo rumbo al cerro. Abrieron la puerta del único cuarto de tabique (las demás construcciones eran de madera), y ahí encontraron a Amayrani dormida, con otra niña, probablemente la amiga con la que sus vecinos la vieron por última vez, antes de desaparecer. 

PARA QUÉ LA BUSCA

Unas horas antes de que llegue su esposo Alfonso con su hija Amayrani, la señora Norma relata cómo en el ministerio público de San Nicolás Romero un agente  le había recomendado que dejara de buscar a su hija de 13 años (Amayrani cumplió los 14 mientras estaba desaparecida): "está en la edad en la que se van", le dijo a la atribulada madre. "Algún día regresará llena de chamacos". 

Por suerte, explica, pocos días después fue transferido el comandante Luis Mario Cabello, quien actuó inmediatamente cuando la familia recibió una llamada anónima: Un hombre que no quiso dar su nombre dijo que vio a la niña subirse al auto de una mujer y su hermano, originarios de una comunidad de Oaxaca. 

Tres días después, el comandante Cabello, el señor Alfonso y dos policías más ya estaban en el camino. La madre explica que, por lo que alcanzó a entender, la señora que tenía a su hija se escudó diciendo que ahí en Oaxaca todavía se acostumbra robarse a las niñas, y que los jovencitos se comprometen y se casan desde los 10 años de edad. 

Alrededor de las ocho y media de la noche, por fin llega Amayrani. Madre e hija se abrazan, lloran juntas hasta que un policía las arrastra al interior del mp. Me pregunto si, cuando la pequeña decidió seguir a su amiga el día en que desapareció, sabía que no vería a su mamá por tanto tiempo. 

El sábado 28 de abril, Amayrani, quien tiene problemas de audición y lenguaje, salió a una fiesta en su colonia. Esa misma noche llamó desde su celular a sus papás y les dijo que estaba en casa de su amiga, pero que no sabía bien a bien dónde se encontraba. Al día siguiente hablaron con un joven que aseguró que no se preocuparan y que luego les llevarían a la niña. 

El lunes por la mañana, dijeron que les llevarían a la niña a un lugar llamado San Pedro. Después cambiaron el punto de reunión. Más tarde, enviaron un mensaje de texto en el que amenazaban: si seguían buscándola, entonces sí le harían daño a la pequeña. 

Por fin ha terminado el papeleo en el Ministerio Público. Amayrani va a  casa, no sabe que sus hermanas y tías han adornado todo el lugar para darle la bienvenida. 


Para leer el inicio de esta historia: "El lunes le regresamos a su hija" 
* Publicado el 31 de julio de 2012 en El Universal Gráfico.

sábado, 18 de agosto de 2012

Ivonne desapareció con un casino


Era lunes por la tarde, su día de descanso. Ivonne, de entonces 21 años, empezó a preparar una cena especial, la de los días en familia: chuletas con papas al horno y una salsa picante.
Ya tenía las papas cocidas sin pelar, las chuletas crudas afuera del refrigerador y los tomates en la licuadora, cuando se dio cuenta de que le faltaban unos chilitos para la salsa. Tomó su monedero, celular y la tarjeta y salió. Dejó a sus dos hijitas dormidas (la más pequeña no cumplía el año de edad) y tomó un pesero, porque en la colonia no había tienda de abarrotes. Eran casi las siete de la noche.
A las siete, su esposo Roberto llegó a la casa y la llamó al celular. Ella le explicó que había salido un momento  pero ya iba de regreso en el pesero, a cinco minutos de llegar a la casa.  Roberto esperó una media hora. Al ver que no llegaba, le volvió a marcar pero el teléfono estaba apagado.  Era el 30 de mayo de 2011 en Atizapán de Zaragoza. Hasta hoy, Georgina Ivonne Ramírez Mora no ha llegado.
A las nueve de la noche, Roberto llamó a su suegra, Leticia Mora Díaz, quien se trasladó a casa de su hija. A las 12 de la noche, salieron a buscarla con foto en mano a las calles cercanas. La buscaron en hospitales y Semefos. No había rastro.
La señora Leticia decidió también buscarla en el casino Carnevale, donde Ivonne había comenzado a trabajar 20 días atrás. No la dejaron entrar, pero le dijeron que no estaba ahí. El lugar siempre le había parecido sospechoso: los dueños y administradores eran extranjeros: el gerente era de Lima, Perú, y otros socios eran colombianos. Otra cosa que le había causado extrañeza es que una vez su hija le comentó a una compañera de trabajo que había pensado en renunciar, porque prefería estar con sus hijas, pero ésta le contestó que no lo hiciera, porque el gerente tenía “algo especial” para ella. Pero quizá lo más extraño ocurrió una vez que Ivonne desapareció: Aunque el Casino tenía apenas 20 días de haber entrado en operación sobre el boulevard Adolfo López Mateos  #100 (el  mismo tiempo que Ivonne llevaba trabajando),  sólo permaneció abierto por 15 días más después de que la joven desapareciera.
Los familiares de Ivonne padecieron lo mismo que numerosas familias: numerosas dificultades para denunciar.  Por lo que la madre de Ivonne decidió buscar por otros medios: “fui a Toluca a buscar al procurador Alfredo Castillo, pero no me recibió. Fui al Palacio de Gobierno, a las oficinas de Peña Nieto, y de plano ni me dejaron entrar. Con el presidente municipal de Atizapán, David Castañeda, acudí también y me comentó que viera el caso con su secretaria”. La secretaria les designó un comandante, pero, éste, en vez de ayudar, “nos hizo ver nuestra suerte. Nos pedía dinero diario para pasar una cuota a su jefe”. La cuota iba de al menos mil pesos diarios. Así pasaron otros 20 días. Hasta que decidieron alejarse del comandante.
La señora Leticia empezó a buscarla por su cuenta. “Fui hasta la merced; fui a los que llaman tables [dance], junto con otra persona que me apoyaba para ver si veíamos algo por ahí. Y de ahí decidimos empezar a hacer ruido por medio de los medios de comunicación. Así fue como tuve comunicación con el procurador Alfredo Castillo. Y ahora pues sí he recibido apoyo, por parte de ellos. Pero ha pasado demasiado tiempo. Las investigaciones que han hecho sí son muy importantes, pero si éstas se hubieran realizado desde un principio, ya hubiéramos dado con mi hija”. El caso actualmente se encuentra radicado en la Procuraduría General de la República. 

Texto originalmente publicado en El Universal Gráfico el 3 de julio de 2012

El indigente que demandó al Estado, ganó y desapareció


Ricardo Farías es el primer indigente que demandó al Estado por no garantizar sus derechos a una identidad legal, a la educación, a la salud y al empleo, tal como lo informóM Semanal (núm. 747, cinco de marzo de 2012). Triunfó en los tribunales y jurídicamente es la persona más protegida del país. Sin embargo, al ganar perdió lo único que poseía en el mundo: una casita hecha con huacales a las afueras del Metro Copilco, un pedazo de banqueta donde había vivido los últimos ocho o nueve años. También se perdió a sí mismo. Ahora nadie sabe dónde está el señor Farías.
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Todo comenzó en un salón de clases de la Facultad de Derecho de la UNAM, alrededor de noviembre del año pasado. El maestro Enrique Carpizo Aguilar y sus alumnos de la materia Práctica Forense de Amparo del semestre 2012-I discutían si la Constitución mexicana en verdad se cumple, y alguien habló de las personas en situación de calle. Muchos recordaron a Farías, a quien veían día tras día a la salida del Metro Copilco en su pequeña casa hecha con huacales de madera y asegurada con alambres.
Alumnos y maestros decidieron ayudar a Farías Melchor. Formularon una demanda contra el Estado mexicano, a partir de la reforma constitucional en materia de derechos humanos de 2011, la cual permite presentar un amparo por omisiones de las instituciones, y no sólo por acciones que afecten a los individuos. Estudiantes y maestros hablaron con el señor Farías, y éste aceptó convertirse en su cliente.
La defensa solicitó la ayuda de José Luis Reyes Farfán, quien estaba a punto de recibirse como siquiatra, para evaluar a Farías. Cuando se entrevistaron, éste dijo haber nacido en 1963 en la delegación Azcapotzalco y ser huérfano. Había crecido en una casa hogar y realizó estudios de primaria y secundaria en las escuelas “Tierra y Libertad” y “Fernando Montes de Oca”, respectivamente.
El joven médico concluyó que el hombre se encontraba en un severo estado de desnutrición, presentaba lesiones en la piel y aparentaba una edad cronológica mayor a la referida; además mostraba rasgos de algún trastorno mental: su pensamiento y su discurso eran desordenados.
Algunos artesanos de Copilco añadieron más datos a la historia. Por ejemplo, que algunos comerciantes del área querían expulsar a Farías y quedarse con el sitio que ocupaba su casita de huacales: un jugoso espacio para el comercio, frente al que pasan al día miles de estudiantes que se dirigen a la UNAM.
Los artesanos no ven a Farías como un enfermo o un indigente, sino como un amigo, un colega artesano que en su tiempo fue uno de los grandes; pero que 10 años atrás, se quebró. El motivo de ello estaba oscurecido. Había diferentes versiones, relatadas como leyendas. Algunos decían que alguien le había dado toloache; otros, que había perdido la razón porque una mujer le rompió el corazón.
Pero, unos meses después, se revelaría una historia más compleja que la que Farías contó al médico y los abogados. Y más antigua que el quiebre amoroso que recuerdan los artesanos del sur de la ciudad.

TRÉPESE A LA CAMIONETA
Carpizo Aguilar presentó el expediente incidental 1494/2011 el 14 de diciembre de 2011, ante la Jueza Primera de Distrito en Materia Administrativa del Distrito Federal. Farías había demandado a 30 dependencias e instituciones del gobierno local y del federal. La jueza concedió el amparo el 22 de marzo de 2012.
“No sólo tuvimos que luchar contra la incredulidad de la jueza en su momento, que pensaba que estábamos jugando, sino también con el desprecio de muchas autoridades responsables del bienestar de don Ricardo Farías”, explica Carpizo en entrevista. Es agosto y apenas comienza un nuevo semestre. Han pasado cinco meses desde que ganaron el caso.
Carpizo Aguilar se encuentra en su cubículo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, que siempre está lleno de estudiantes. Uno de ellos, Omar Roldán Orozco, ha estado desde el inicio de la histórica demanda. Y es él quien lleva los datos pequeños del expediente de Ricardo Farías.
Ganaron. Se determinó que las autoridades del Instituto de Asistencia e Integración Social (IASIS) del Distrito Federal, eran las responsables de proteger los derechos del señor Farías. Pero “el verdadero litigio de un proceso de amparo empieza en su ejecución”, explica Carpizo, y agrega: “tuvimos varios problemas: el primero fue porque las autoridades responsables no tenían un método idóneo para proceder”.
A mediados de abril, el día designado para dar cumplimiento a la sentencia, funcionarios del IASIS llegaron a Copilco antes que los abogados defensores. Llegaron en una camioneta, acompañados de una actuaria y algunos reporteros y fotógrafos. Le dijeron al señor Farías que ya se lo iban a llevar.
Para cuando los abogados llegaron, el señor Farías había huido. “Inmediatamente me dijeron las autoridades: ‘Huyó, no quiso el apoyo; nosotros ya no tenemos nada qué hacer aquí. Señora actuaria: registre que nosotros vinimos a dar cumplimiento a la sentencia’”, relata Carpizo Aguilar.
El maestro pidió hablar con su defendido. Ricardo Farías estaba en crisis. Temía que se lo llevaran a la fuerza, secuestrarlo y violarlo, y meterle las cámaras de los fotógrafos en el estómago. “Afortunadamente se tranquilizó y decidió platicar con las personas”, dice el abogado. Se programó una segunda diligencia de cumplimiento de sentencia. "En esa ocasión sí fueron siquiatras y médicos quienes hablaron con él y lo evaluaron”. Por la madrugada aceptó ir a un albergue del IASIS.
Algunas personas echaron de menos a Farías Melchor y nadie les informó qué había pasado. Luis Manuel Mandujo es un artesano que vende su trabajo justo al lado de donde se encontraba la casita del señor Farías. Lleva el cabello entrecano larguísimo, y porta un collar con enormes piedras de ámbar chiapaneco. Él es amigo de Farías y lo conoce desde hace, quizá, 15 o 20 años. Al pasar los días sin saber de él, llamó a Locatel. Tuvo que marcar varias veces. En una ocasión le  dijeron que iban a colgar porque “estaba temblando”, aunque él recuerda que no había tal sismo. En Locatel no le informaron que su amigo estaba en un albergue del Distrito Federal.
Para Carpizo Aguilar, el caso del señor Farías es el antecedente que dio pie a otras iniciativas de trabajo responsable con población callejera en el DF. Por ejemplo, el pasado 15 de junio, un grupo de niños en situación de calle que ocupaban la vialidad de Artículo 123, entre Humboldt y Balderas, aceptaron ir a otro albergue del IASIS. Las acciones fueron supervisadas por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, para evitar que las personas fueran levantadas por la fuerza o llevadas a anexos privados, en muchos de los cuales se podrían violentar aún más sus derechos, como ocurrió en el caso del anexo “Los Elegidos de Dios” en 2011.
Otra victoria fue la del 30 de julio pasado. El Instituto para la Atención y Preevención de las Adicciones en la Ciudad de México (IAPA) y 12 dependencias del gobierno local firmaron un protocolo para crear una metodología de contacto con las personas en situación de calle, a fin de darles atención sanitaria y favorecer su reinserción social y familiar.
Sin lugar a dudas, Ricardo Farías es pionero en defender sus derechos; pero las cosas no salieron del todo bien.


COMIDA Y MEMORIA
En el albergue, Ricardo Farías empezó a comer tres veces al día e inició un tratamiento siquiátrico. En poco menos de un mes, con medicamento, alimentos y en un espacio contenido, recuperó la memoria y su discurso fue cobrando coherencia. Comenzó a echar tímidos vistazos a su pasado: recordó dónde había vivido su infancia: la colonia Pasteros, delegación Azcapotzalco, al norte de la ciudad. Dio una dirección en la que, dijo, vivían su mamá y su hermana. La historia de la casa hogar parecía haber sido una alucinación, una fantasía. Pero ¿de verdad lo era?
Las autoridades del albergue fueron al domicilio referido. Los atendió el señor Raúl Peralta —de unos 60 años— quien resultó ser cuñado del señor Farías. Él informó que, en efecto, ese hogar había sido de su esposa (es decir, la hermana de Farías) y la madre de ésta; pero ambas habían fallecido años atrás. Ahora sólo vivían ahí el propio Raúl y sus hijos, quienes son sobrinos del señor Farías.
Las autoridades del IASIS trasladaron al señor Farías a la casa de su cuñado.
“Astutamente, los del albergue fueron y se lo dejaron al familiar”, resume Carpizo Aguilar. “El protocolo de actuación del Estado es limitado, porque sólo lo está reencauzando con su familia. ¿Y si el quejoso no tiene familia?”, cuestiona. Más aún, según los protocolos médicos internacionales, un padecimiento siquiátrico como el que presentaba el señor Farías requería supervisión cercana y cuidados durante al menos ocho meses. El IASIS lo protegió un mes.
La jueza, al igual que el abogado, tampoco quedó satisfecha y dio por incumplida la sentencia. Señaló que el IASIS debía garantizar la atención médica del señor Farías y dar seguimiento proactivo al caso. Como respuesta, los funcionarios se limitaron a dar al enfermo un paquete con medicamento siquiátrico suficiente para su tratamiento por ocho meses, le indicaron cómo debía tomarlo y se volvieron a ir.
De nueva cuenta, la jueza dio por cumplida la sentencia. Pero surgió un problema mayor: “Actualmente no sabemos dónde está el señor Farías”, remata Carpizo Aguilar. Algunos lo vieron en una ocasión por Metro Copilco. Pero nadie sabe con certeza dónde está.
COPILCO
El lugar que ocupaba la casita de Ricardo Farías afuera del Metro Copilco parece haber sido tragado por los puestos. Pero una inspección más cercana advierte que los artesanos sólo hicieron su puesto más ancho, como para guardar el lugar. Luis Manuel Mandujo así lo explica: “Como varios vendedores querían el lugar, pues nosotros nos expandimos para evitar que se lo quiten”.
Como se mencionó arriba, cuando Farías desapareció, las autoridades nunca le dijeron a Luis Manuel que estaba en un albergue; sin embargo, entre los artesanos custodiaron la casita de huacales. En ella Farías les guardaba su material por las noches y con ello se ganaba un dinero extra.
Pasó un mes o mes y medio, Luis Manuel no recuerda con exactitud, pero Farías regresó. “Se veía mejor, más recuperado”, y les platicó que había estado en el albergue de la calle Coruña, que lo habían tratado bien. Contó que había demandado a la ciudad, y que le iban a dar una vivienda. Por mientras, explicaba, quería montar su puesto de artesanías otra vez. Sus amigos le dieron alambre, unas pinzas y cristales para vender.
“Y sí lo montó. Su puesto estaba chiquito, pero estaba bien”. Regresó a dormir en la casa de huacales. Pero se veía mejor. “Yo lo estimo, porque lo conozco de años. No lo conocí aquí, sino en Zacatecas”.
—¿Farías viajó mucho, entonces? —pregunté a Luis Manuel
—Sí. Por todo el país: Zacatecas, Chiapas, Oaxaca…
¬—¿Cuánto tiempo tenía viviendo aquí, en Copilco?
—No estoy seguro, pero por ahí de siete, ocho años.
—Oiga, ¿y qué platicaba de su familia?
—La verdad, yo no le preguntaba mucho, porque uno no sabía cómo iba a contestar. Una vez le pregunté por su mamá y me dijo que había nacido de la panza de una perra.
Farías volvió a vivir en Copilco por una semana, aproximadamente. Pero un día desapareció de nuevo. “Parecía que había ido a dar la vuelta, porque había dejado todo bien. Todas sus cosas”.
Lo esperaron; pero un lunes, unos días después de esta segunda ausencia, la casita de huacales desapareció con todo lo que tenía adentro. Nadie sabe quién la levantó.

INFANCIA
La Pasteros es una colonia clásica, con aire a un México que ya no existe. Sus calles asfaltadas dejan poco lugar para áreas verdes, pero casi todas las fachadas se muestran pintadas de colores brillantes. Lo mismo ocurre con la cerrada de Mimosas, una estrechísima calle peatonal adoquinada, flanqueada por casas. Casi todas están pintadas de tonos anaranjados, y la pintura es reciente. Más tarde, el señor Peralta explicaría que todos los años arreglan la calle para la Virgen, cuyo altar se encuentra al fondo de la cerrada.
Raúl Peralta se encuentra casi todo el día en su florería, un negocio que se encuentra a unas casas de la cerrada. Trabaja entre malvas, violetas, koalas y perritos infantiles hechos con margaritas. Él mismo tampoco sabe dónde está su cuñado.
Los primeros días que llegó a la casa materna, Ricardo Farías no quería bañarse ni comer. Así pasaron dos semanas, hasta que comenzó a sentirse más cómodo, más relajado. Entonces dijo que saldría a buscar trabajo, aquel trabajo que el Estado mexicano debía garantizarle. Pidió a uno de sus sobrinos que le comprara unos panes para hacerse unas tortas y se fue de albañil. Pero sólo resistió el trabajo un día y medio. Regresó de nuevo a casa de su cuñado. Aceptó los pequeños regalos que le hicieron: jabón, pasta de dientes, unas chanclas de baño.
Peralta cuenta que los funcionarios del IASIS los visitaron dos veces: en una ocasión, para entregarles un paquete con medicamento siquiátrico por ocho meses; en otra, para darle sus pertenencias: unas cobijas lavadas y unos pósteres.
A los pocos días, Ricardo Farías le dijo a su cuñado que se iba. Regresaría a Copilco, donde había hecho su vida. Habló vagamente de comprar material para volver a hacer artesanía: adquirir pinzas, alambre, cautín, martillo. Prometió que iría a visitarlos todos los lunes, para, ahora sí, no perder contacto.
Regresó, como prometió, al lunes siguiente y le dijo a su cuñado que se sentía mejor, que seguía tomando su medicamento y que algunos vendedores del Metro Copilco le pagaban por cuidar un terreno donde ellos guardaban sus puestos y mercancía.
Se volvió a ir. Pasó una semana. Dos. Pero no ha regresado a casa de su cuñado. El anciano guarda silencio un momento. Comienza a platicar y de pronto ya no se detiene: relata en cascada la historia oculta de Ricardo Farías, aquella que no conocen en Copilco, ni en el IASIS, ni siquiera sus abogados defensores:
“Yo creo que se acostumbró a vivir así, solo, en la calle. Como un animalito que se siente atrapado cuando está enjaulado. Él, con su artesanía, viajó por todo el país. Una vez que terminó la prepa se fue. A veces venía, pero no se quedaba. Al final ya ni siquiera entraba a la casa. Se quedaba fuera, mirando. Él no era agresivo, nunca ha sido agresivo. Eso se lo dije a la señorita que vino del IASIS, que mi cuñado se portaba bien. Sólo llegó a ser agresivo con su tía y su hermana —mi esposa— porque ellas le llamaban la atención; le decían que ya dejara eso, eso del vicio (las drogas)”.
El anciano explica. Toda la historia del señor Farías, todas sus versiones, incluso sus alucinaciones, cobran sentido: “Es que, ¿sabe usted? Mi suegra no era su mamá, era su tía. Su mamá de verdad se murió cuando él era muy pequeño. Tenía alrededor del año y medio cuando su mamá se murió. Y mi suegra, entonces, decidió que se iría con ellos, y lo crió como propio. Mi esposa no es su hermana, es su prima… Yo pienso que cuando le dijeron que no era hijo de mi suegra, le vino su trastorno… ahí le vino todo su trastorno”.
Antes de que los funcionarios del IASIS se lo llevaran en mayo pasado, Farías no había regresado a la cerrada de Mimosas en 15 años. El señor Peralta relata que su esposa y su suegra vivieron preocupadas, entristecidas. Murieron apesadumbradas, sin saber qué había sido de aquel que en los hechos había sido su hermano y su hijo.



Reportaje publicado originalmente en Milenio Semanal el 11 de agosto de 2012.


NOTA: Seguimos buscando al señor Farías. Si alguien tiene información, por favor contactar mediante este blog.

Actualización (marzo de 2013): El señor Farías afortunadamente apareció, bien, con salud. Simplemente las autoridades del albergue al que decidió regresar le pidieron que desistiera de la demanda y se alejara del abogado. Por eso no se reportó en mucho tiempo. Después de pensarlo un tiempo, el señor Farías decidió seguir adelante con su litigio. Va ganando. 

viernes, 3 de agosto de 2012

María Fernanda: dos meses sin que inicie la investigación


Había dos cosas que ilusionaban a María Fernanda Tlapanco: su fiesta de XV años y el ingreso a la prepa. Para ambas planeaba con anticipación. En la escuela, mantenía un promedio de 9.7 y tomaba un curso en su secundaria después de clases, y así llegar bien preparada al examen del Ceneval. Para sus XV años, a finales de septiembre, sus papás ya habían apartado el salón de fiestas, y por supuesto ella ya había elegido el color de su vestido: fucsia con negro.

El jueves 19 de abril, María Fernanda y su mejor amiga se quedaron después de clases en su secundaria, la Benito Juárez número 11, a  tomar el curso para el  Ceneval. Ese día asistieron sólo tres estudiantes más, así que a la salida, a las 3:30 pm, los alrededores de la escuela estaban casi desiertos.

María Fernanda y su amiga salieron de la escuela y caminaron sobre la avenida Gustavo Baz rumbo a la parada del transporte público, a menos de 100 metros de la entrada del plantel. El pesero de su amiga pasó primero, María Fernanda se despidió y se quedó sola.

Rocío Uribe es madre de María Fernanda. Ella relata que su hija debía llegar a casa a más tardar a las 4:20 de la tarde. “Ella era extremadamente puntual, cuando se retrasaba por algo, enseguida mensajeaba”, así que cuando dieron las 4:30 pm, la señora Rocío marcó al celular de su hija.

Pero estaba apagado.

“A partir de ahí fue marcar y marcar y marcar, y no la volví a encontrar nunca”, relata la madre. Llamó de inmediato a la amiga de su hija, quien le dijo que había dejado a María Fernanda en la parada del pesero. La familia fue a preguntar a la ruta. “Ellos dijeron que nunca la vieron subirse. Pero nos comentaban que había mucha combi pirata por ahí”. Esa misma noche, se dirigieron al ministerio público de Naucalpan a levantar la denuncia, pero había tanta gente los atendieron hasta el día 20 en la madrugada.

Como en otros casos, los investigadores informaron a la familia que el caso de su hija sería retomado hasta 72 horas después, porque, insinuaron, de seguro “estaba con el novio” o aparecería después.

La familia, desesperada, hizo una colecta entre familiares y amigos y para el domingo había contratado a un investigador privado. Pero a los 10 días, el investigador cerró el caso; le dijo a la señora Rocío que a su hija “se la había tragado la tierra”. No le devolvió el dinero. Rocío Uribe está consiente de que fue víctima de un fraude, que además de dinero, le quitó la posibilidad de buscar con rapidez a su hija.

Mientras tanto, en el ministerio público, la carpeta había sido enviada a la mesa cuatro de Barrientos, a cargo del licenciado Octavio González Durán, quien también dijo a la familia que lo primero era conseguir la sábana de llamadas, por lo que les preguntó el modelo del celular de María Fernanda y la empresa que le daba servicio.
–Movistar–, respondió la madre.
–Ay, señora, no me diga eso–, le contestó el agente. Y le explicó que en otros casos había sido muy difícil conseguir la información con esa empresa.

Han pasado más de dos meses desde que María Fernanda desapareció, y el ministerio público ha enviado cuatro oficios a la empresa. Todos han sido rechazados: en una ocasión, estaba mal el nombre de la empresa, en otro faltaba la firma del procurador, relata la madre, desesperada. “han pasado dos meses y sigo sin el indicio más importante”, dice la madre.

Pasó el día del examen del Ceneval, el 16 de junio. Nadie piensa ya en el vestido negro con fucsia. 


Texto publicado en El Universal Gráfico el 26 de junio de 2012

Red de Mamis Buscando a sus Hijos

¿Se acuerdan de las madres de víctimas de El Coqueto que, en febrero pasado, dieron una conferencia de prensa para denunciar los malos tratos que sufrieron en las procuradurías mexiquenses? La más aguerrida fue la señora Amparo, quien relató cómo debía buscar sola a su hija Cecilia en edificios vacíos mientras los policías la esperaban en el auto.
En ese entonces, Amparo recalcó   que nadie le decía dónde estaba su hija, hasta que se “coló” a la sección de homicidios de la procuraduría de Barrientos y encontró el expediente de su hija sobre una mesa.
La historia de la señora es ejemplar. Es un relato de heroicidad cotidiana.  Muchos reporteros atestiguaron que  Amparo decidió poner su desgracia al servicio de otros familiares que seguían buscando a sus hijos.
El Coqueto ya se encontraba detenido, y la prensa perseguía a la señora Amparo para que contara su historia. A pesar del dolor, doña Amparo contestó cada llamada, pero llevó a los padres de otras jóvenes que seguían desaparecidas, y antes de dar entrevistas, decía a los reporteros: “entreviste también a esta señora, anda buscando a Daniela, que cuando se la robaron tenía seis años”; “conozca a la señora Araceli, se llevaron a su hija Viviana de 18”. Y muchos casos más.
Ella supo que no era la única que había sufrido la insensibilidad de las autoridades. Pero a diferencia de ella, otros padres no tenían la atención de la prensa. Ella los ayudó. Alrededor de ella se empezaron a tejer redes, también con el apoyo de organizaciones sociales, entre ellas la Coalición contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina y el Caribe. Ahora, las mamás han formado su propia red, para acompañarse, cuidarse, compartir contactos, buscar visibilidad. Se llaman, de manera informal, la “Red de mamis” y aceptan a cualquiera que esté en esta situación, ya venga del Edomex o del DF.
Probablemente, la señora Amparo poco a poco se irá retirando de esta labor. Tiene otros cuatro hijos que cuidar. Pero su historia nos recuerda que todos tenemos la posibilidad de ser héroes: hacer lo correcto en momentos difíciles; contagiar de esperanza al que en ese momento no lo tiene; hacer la diferencia.
*Columna Rendija publicada en El Universal Gráfico el 4 de julio de 2010

Cuando se pierde una mujer enferma

 * Texto publicado originalmente en El Universal Gráfico el 17 de julio de 2012


La señora María de Jesús Ramírez explica lo que sabe cualquier persona que tenga un hijo con un padecimiento siquiátrico: el tratamiento y las medicinas siempre dependen de la capacidad económica de la familia. Si alguien puede pagarlo, buscará un médico privado, un tratamiento personalizado, y acceso a los medicamentos necesarios. Si no es así, deberá atenerse al endeble sistema de salud mental que da el Estado: rotación constante de médicos, internamientos en lugares lúgubres y medicinas más baratas que no necesariamente serán  las más adecuadas para el paciente.

María de Jesús pasó por todo esto mientras buscaba ayuda para su hija Marisol Valle, quien había sido diagnosticada con esquizofrenia desde los 15 años. Para febrero de 2009, la joven había pasado siete años de internamientos constantes en el Fray Bernardino; el único medicamento que realmente le ayudaba costaba 400 pesos mensuales y su mamá no podía pagarlo. Por ello, le cambiaron el medicamento  y regresó a su casa. Marisol tenía 22 años y llevaba siete años entrando y saliendo de hospitales.  Dijo que se quería ir de la casa y el 7 de febrero de 2009 dejó su hogar en la colonia Santa Anita, Iztacalco. Desde entonces, nadie la ha vuelto a ver.

María de Jesús Ramírez relata otros aspectos que cualquier  familiar de un enfermo crónico  sabe: el medicamento, los tratamientos se llevan todo el dinero. La persona enferma en raras ocasiones puede trabajar, por lo que depende en gran medida de sus seres queridos. A veces, relata la madre de Marisol, “no me alcanzaba para darle sus tres comidas. Y ella me decía que se iba a ir para que ya no fuera una carga, que se iba a ir de la casa”.

¿Pero cómo puede irse de la casa una persona que no puede valerse por sí misma?

Desde el 7 de febrero que se fue, la mamá y el hermano de Marisol la empezaron a buscar. La reportaron a personas desaparecidas, pasaron por todos los trámites, ya que no existen tratos especiales para personas con padecimientos siquiátricos, y como todos los familiares de personas desaparecidas, tuvieron que recorrer los hospitales, la morgue. No la han encontrado, pero la siguen buscando. En casa la quieren y la extrañan.

Cuando una persona con un padecimiento mental se pierde, las autoridades parecen resignadas a que la única forma de que regrese a casa sea por su propio pie. Muchas veces cierran el caso. Así le pasó a la señora Francisca Díaz Rodríguez, cuando su hijo Gerardo, de entonces 30 años,  se perdió el 20 de mayo de 2003.

Gerardo había sufrido un accidente en su infancia, por lo que desde los nueve años tomaba medicamentos; se encontraba controlado y estable. Pero esa mañana, dejó el radio encendido, salió a la tienda por golosinas, en la delegación Gustavo A. Madero, y ya no regresó.

La señora Francisca dejó pasar los tres días reglamentarios y lo reportó en el Centro de Apoyo para Personas Extraviadas y Ausentes CAPEA. Seis meses después, la licenciada Reina Morales le informó que el caso sería cerrado, dado que “ya hemos hecho lo que teníamos que hacer”. La señora Francisca le rogó: “apóyeme, deme otra oportunidad, a lo mejor anda por ahí”.

La licenciada le reviró: “no señora, no. Ya no. Ya se cerró el caso. Ya los señores trabajaron, no lo localizaron. Ahora le toca usted que lo busque, por su cuenta. Y cuando guste venir aquí a CAPEA a revisar libros, puede venir”.

La señora Francisca ha ido a forenses, a hospitales siquiátricos, incluso se ha metido a anexos a buscarlo. Han pasado nueve años. Lo sigue buscando.