El país está en llamas. La emergencia ha obligado a que dos
colosos se encuentren: el movimiento estudiantil universitario citadino y los
normalistas rurales.
Un estudiante de física solía decir que, bajo la perspectiva
de la cuarta dimensión, los seres vivos somos más como un gusano que se
extiende y desarrolla desde el nacimiento hasta la muerte en el tiempo-espacio
que recorre. No somos un cuerpo con piernas, cabeza y brazos, sino el continuum
de nuestro cuerpo físico, trasladándose desde el lugar donde nacimos, la casa, la escuela, los viajes, mientras
crecemos, envejecemos, morimos. Somos el
bebé que llora en su cuna y el anciano que muere en su lecho; todos a un mismo
tiempo y abarcando diversos espacios.
No sé hasta qué punto sea cierto lo que el estudiante decía.
Pero la imagen puede ser útil para describir lo que llamamos el “movimiento
estudiantil”. Al igual que con este hombre-gusano, el movimiento estudiantil -y
hablo en particular del emanado de la Universidad Nacional Autónoma de México- está
formado de un continuum de momentos, algunos esplendorosos y heroicos; otros
más bien oscuros, envejecidos y retrógradas. El 68, el 86, el 99, el 2012 no
son hechos aislados, por el contrario, son estampas, fracciones de ese gusano, que no podemos ver
con nuestros sentidos enfrascados tres dimensiones. Solo vemos instantáneas de
un ser itinerante en el tiempo-espacio. El movimiento estudiantil es uno solo:
Es, al mismo tiempo, la Plaza de las Tres
Culturas el 2 de octubre de 68. Es el estudiante que cierra por nueve meses la
universidad. El que se asume como 132 y convoca a arder juntos, para iluminar la
oscuridad.
El movimiento estudiantil citadino es emanado del 68. Por
supuesto está basado en ideas que llamaremos
“revolucionarias”, impregnadas de cierto vanguardismo. Los activistas
viven en la ciudad, la mayoría tienen resueltas la mayoría de las necesidades
básicas. Su ideología es variopinta, y va desde
las socialdemocracia a la radicalidad. La mayoría ama al Ché Guevara, ama
la revolución pero escucha música rock; respalda la democracia, y añora un
posgrado en el extranjero. Percibe lejanas a su realidad las causas con las que
simpatiza.
Pero hay otros movimientos estudiantiles; otros organismos–gusanos.
Por ejemplo, está la Federación de Estudiantes Campesinos de México, la FECSM,
compuesta por los normalistas rurales. Este gusano es ancestral, mucho más
antiguo que el anterior. Las normales rurales
tienen una historia más vieja, más profunda, y más dolida. Se manifiesta en las
consignas que lanzan sus estudiantes cuando marchan, en un tono gutural y ancestral.
En esa forma ordenada y cetrina de marchar.
Las normales rurales son herencia de la Revolución Mexicana.
A principios de los años veinte se les impulsó con el fin de formar maestros provenientes
de los mismos campesinos. La normal rural Raúl Isidro Burgos comparte ese
origen, y se fundó sobre las antiguas tierras de la hacienda de Ayotzinapa (río de tortugas en nahua), en la población de Tixtla, a 20 minutos de la
capital del estado de Guerrero. Muy cerca de los poderes estatales, conserva
todavía ese aire a campo.
Para 1935, con todo el empuje de las ideas socialistas del
gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, estudiantes normalistas, maestros y
directores de todo el país crearon la Federación de Estudiantes Campesinos
Socialistas de México, FECSM, que todos pronunciamos “Fecsum”.
Contrario al grueso del estudiante citadino, el normalista
rural ha nacido en una comunidad marginada. Sus padres son campesinos. Los amigos
con los que ha crecido en su mayoría ya no estudian. Ha experimentado de
primera mano no poder satisfacer necesidades básicas. No tiene muchas
elecciones: su familia no tiene dinero para enviarlo a estudiar al DF o a
Guadalajara, mucho menos Monterrey. Es la normal o incorporarse al trabajo.
Cuando ingresa a ésta, está obligado a afiliarse a la FECSM. La ideología entre
los miembros no es diversa, por el contrario se busca unificar, formar. Pero el normalista ama su escuela de forma brutal. Muchos
repiten, convencidos: “Daría mi vida por ella”. La normal–madre. Gracias a ella
viaja y conoce a normalistas de todos los rincones del país; y, más aún, le ha dado
a la propia vida un sentido y valor del que carecía antes. El joven tiene ahora
un propósito: la transformación de la sociedad.
En las normales rurales, por supuesto, aman al Ché Guevara.
Pero tienen a sus propios héroes guerrilleros, antiguos normalistas como ellos.
De Ayotzinapa egresó Lucio Cabañas,
quien murió perseguido por el Ejército en 1973, y también Genaro Vázquez. Y es que la guerrilla vino de la mano con las
normales rurales. Arturo Gámiz, ideólogo de la primera batalla guerrillera
insurreccional en México, el histórico y
fallido asalto al Cuartel Madera, en 1965, también había estudiado en otra normal
rural, la de Saucillo, Chihuahua.
Entre el movimiento estudiantil citadino y el rural siempre
ha habido simpatía, pero el vínculo es endeble, coyuntural. Hay por supuesto
solidaridad en momentos clave: en la huelga de la UNAM del 99; y pocos años
después, cuando las autoridades del estado de
Hidalgo (entonces encabezadas por el actual secretario de Gobernación,
Miguel Ángel Osorio Chong) cerraron la Normal de El Mexe.
Así, la efervescencia citadina, heroica, pero más cercana a
los movimientos progresistas del llamado primer mundo es un movimiento
estudiantil diferente del que se gesta en la conciencia de clase cultivada en
las aulas rurales. Son dos gusanos que histórica convergen ahora. ¿Serán dos
cauces que se vuelven uno?
Ahora está Ayotzinapa. Seis personas asesinadas por policías
municipales. 43 normalistas víctimas de desaparición forzada. Dos meses de
crisis nacional. Los ojos del mundo puestos en México. “Todos somos Ayotzinapa”,
se lee en cada pared de cada escuela, en la calle, en las redes sociales, en
otros puntos del mundo.
Los de Ayotzinapa
convocaron. El domingo 30 de noviembre, ahí en una cancha de la normal,
bajo la sombra de enormes árboles, se realizó el primer Congreso Nacional de
Estudiantes, para conformar la “Coordinadora Nacional de Estudiantes”. El
objetivo es coordinar las movilizaciones de la mayor cantidad posible de
escuelas de educación superior y media superior del país. No sólo respecto al
caso de Ayotzinapa, sino debido a que en los últimos años, la violencia y la
represión contra estudiantes ha estado al tiro.
Muchos estudiantes llegaron desde el día anterior.
Dormitorios y salones recibieron a jóvenes provenientes de lugares remotos y
disímbolos. Del orgulloso norte: Baja California, Ciudad Juárez, e incluso Durango.
Los numerosos estudiantes del área metropolitana de la capital: El Instituto
Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma Metropolitana, las prepas
públicas de la capital, la Universidad
Autónoma de la Ciudad de México. El sureste del país, Universidad Veracruzana,
estudiantes chiapanecos; y por supuesto, universitarios de Guerrero. El
Congreso contó con asistencia de 399 personas, representando a 62 escuelas a
nivel nacional.
El Congreso en la cancha de basquet fue el encontronazo visual del universitario del
campo y el de la ciudad. Junto al cabello corto y semblante espartano de los normalistas,
se paseaban las rastas, las expansiones en las orejas, los tatuajes, los cortes
de cabello asimétricos de los jóvenes de ciudad. Los huaraches de trabajo junto
a los tenis de marca. Los rostros redondos y chapeados por el sol, junto a la
multivaria mezcla de colores y rasgos del mestizo citadino. Pero a todos los
hermana ese airecillo primaveral que conservan los veinteañeros, el ceño que no
ha conocido demasiado sufrimiento, la mirada brillante.
El campo llevó la batuta frente a la ciudad. Por lo general,
los estudiantes de la UNAM acaparan los reflectores. Pero en este caso, la mesa
del congreso estuvo compuesta por dos normalistas rurales, una estudiante de la
Universidad Autónoma del Estado de México (hecho inédito, ya que ésta no había
tenido movilizaciones estudiantiles desde hacía unos 20 años) y una estudiante
de la universidad Autónoma de Chapingo, escuela centenaria, también ligada a la
tierra.
El Congreso aprobó un eje de trabajo muy similar al del
movimiento estudiantil: educación pública, gratuita, científica y “al servicio del pueblo”; el aumento al
presupuesto a educación, una “lucha abierta y franca" contra la
privatización de la educación.
Entre las discusiones, destacó que la forma de organización
de “las escuelas del centro” -es decir, la UNAM- era diferente y conflictiva,
frente a la disciplina de las normales. Se habló de la falta de tiempo, de que
las vacaciones de Navidad están a la puerta y eso significa que las
movilizaciones en el país bajarán. Se conformó finalmente la Coordinadora
Nacional de Estudiantes.
¿Podrá realmente articularse el movimiento estudiantil de
todo el país? ¿Podrá la emergencia económica y de violencia que azota a México
desde hace años unir al campo y la ciudad? ¿Podrán los jóvenes de México dar un
salto cualitativo y detener la barbarie que vivimos? ¿Serán los seis muertos
del 26 de septiembre, y los 50 mil muertos de 2010 a la fecha, los 43 más los
20 mil desaparecidos, razón suficiente?
¿Serán dos uno?
¿Serán dos uno?
La asamblea tuvo una rapidez récord: comenzó a la 1:37 de la tarde y terminó casi cuatro horas
después: a 5:28. Algunos atribuyeron esta velocidad a que algunas corrientes y
colectivos de la UNAM no estuvieron presentes. Cayó la noche. En el viejo casco
de la hacienda resonaron consignas y porras a las escuelas: festivos los de la
ciudad, profundos e inquietantes los del campo. Los 3 más 43 pupitres que se
colocaron hace casi 2 meses brillaban con sus veladoras, las flores de
cempasúchil ofrendadas marchitaban imperceptiblemente. Los pobladores de
Tixtla, que quieren mucho a esa escuela, sirvieron, como todas las noches, un
cena generosa: café y talludas.